Corrupción e institucionalidad en China

In Análisis, Sistema político by PSTBS12378sxedeOPCH

En China, la campaña contra la corrupción no da señales de ablandamiento. Tras más de un año de implacable persecución de “tigres y moscas”, la sensación que está logrando transmitir a la opinión pública es que esta vez va más en serio que nunca y que el fin de la inmunidad está próximo incluso para aquellos altos dirigentes que hasta ahora campeaban a sus anchas sabedores de su condición de intocables. La reciente caída de un vicepresidente de la Comisión Militar Central, Xu Caihou, y los rumores que afectan a figuras ya jubiladas como Zeng Qinghong, He Guoqiang o Zhou Yongkang, apuntan incluso al máximo sanedrín, haciendo saltar por los aires auténticos tabúes.

Habitualmente, la lucha contra la corrupción en China se asocia con las luchas entre facciones. En este caso, se justificaría con la llegada de un nuevo equipo dirigente encabezado por Xi Jinping y Li Keqiang y la necesidad de afianzar su proyecto reformista. El combate a la corrupción serviría de instrumento tanto para consolidar sus bases de poder y deshacerse de hipotéticos rivales como para despejar de obstáculos y resistencias los segmentos institucionales y del poder económico en los que pudieran identificarse movimientos de oposición a unas reformas consideradas imprescindibles para dar paso a un nuevo modelo de desarrollo. Téngase en cuenta que esto afecta especialmente a los grandes monopolios públicos donde habitan poderosos intereses corporativos, en ocasiones asociados a planteamientos políticos e ideológicos heterogéneos.

Pero a juzgar por la intensidad de la campaña y la cohesión con que es abordada por el actual equipo dirigente en consonancia con una opinión pública que la secunda a pies juntillas, no debiéramos descartar una toma de conciencia profunda sobre la importancia de su propósito. En numerosas ocasiones se ha identificado la corrupción como la mayor amenaza a la propia legitimidad y futuro del Partido Comunista (PCCh) y en el tono de esta campaña se advierten signos de una urgencia existencial que va más allá de los cálculos tácticos de la coyuntura oligárquica.

El rearme moral y ético propuesto por los nuevos dirigentes chinos se manifiesta también en medidas institucionales que tanto afectan a las normas internas del PCCh para el reclutamiento de sus miembros, revisadas por primera vez en 25 años, o a los procedimientos de control disciplinario, incluyendo una mayor transparencia, y la denuncia anónima a través de la Red que ha tenido reflejo en la apertura de miles de investigaciones. Pero igualmente la campaña en curso contempla medidas institucionales que buscan abrir paso a un nuevo modelo de gobernanza capaz de evitar el temido colapso del Partido-Estado. Ello exige dotarse de mecanismos más autónomos y poderosos que afectan al régimen administrativo y partidario o a la justicia abogando también por un cambio profundo de la cultura política con un nuevo enfoque de las relaciones entre el poder y la sociedad civil y el fomento de la descentralización del poder y la gestión.

En 2013 se contabilizaron en China 53 suicidios de altos funcionarios y más de 30 altos cargos, tanto del orden civil como militar, han sido apartados y procesados, siendo algunos considerados todopoderosos, por causas relacionadas con la corrupción. La virulencia de la actual campaña evidencia la gravedad de las derivaciones corruptas y mafiosas del poder en China y su significación confirma los peores presagios. No obstante, la ejemplaridad de la contundencia en la represión de este fenómeno le permite al PCCh y a sus líderes granjearse cierta popularidad y recuperar terreno ante una sociedad frecuentemente escandalizada por la impunidad asociada al ejercicio del poder.

La conjunción de voluntad política, consenso en la cumbre (disipando riesgos de ruptura), perseverancia activa y reformas institucionales configuran un escenario que trasciende el análisis tradicional que relaciona combate a la corrupción y luchas clánicas. No obstante, tiene sus límites. No parece ser este el mejor momento para convencer a las autoridades chinas, al menos desde España, de que la democracia frena la corrupción o que con ella se la combate más eficazmente. El PCCh parece haberse embarcado en una estrategia de restauración de su legitimidad que si bien descarta una evolución de tipo democrático a la occidental ensaya fórmulas novedosas en la política china que no debieran infravalorarse. En paralelo, esta línea de acción serviría para reivindicar una vez más la eficiencia diferenciadora de un sistema político que haría gala de sus bondades aun a costa de la imposición de severas restricciones a las libertades. ¿Funcionará? Será el tiempo quien las ponga a prueba.