“Eficracia”, la nueva marca política de la China de Xi Jinping Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

In Análisis, Sistema político by Xulio Ríos

La “cumbre de la democracia” que convocó el presidente de EEUU Joe Biden en diciembre del año pasado, levantó ampollas en China por partida doble. Primero, por su indudable carga ideológica de signo confrontativo, es decir, fue formulada esencialmente para escenificar una partición de aguas en el sistema internacional instituyendo una divisoria entre democracias y no democracias que debería beneficiar su estrategia de prevalencia hegemónica; pero también, en lo filosófico-político, por el creciente rechazo de ese mesianismo que invoca un cierto modelo de democracia como “único” para todos los países del mundo, una contradicción con la propia esencia de la democracia, dicen en Beijing.

Siguiendo esta línea de razonamiento, el modelo liberal de democracia pecaría del mismo dogmatismo que el atribuido al modelo de inspiración marxista. Por el contrario, lo que sugieren los ideólogos del Partido Comunista de China (PCCh) es que cada país debe encontrar su propio camino a partir de una premisa básica: cualquiera que sea el modelo, debe servir “para resolver los problemas de la gente”. Lo que solo es una de las formas posibles de democracia no puede generalizarse hasta el punto de negar la sustancia democrática a otros sistemas en transición que no siguen al dedillo la ruta marcada por los países desarrollados de Occidente. Un asunto siempre polémico.

Así, en la China de Xi Jinping, el PCCh alienta una vuelta de tuerca más a la concepción de la democracia. Su antecesor en el cargo, Hu Jintao (2002-2012), en línea con los pronunciamientos habituales en el denguismo (1978-2012), auscultó el enriquecimiento del concepto a partir de ciertas adjetivaciones (deliberativa, consultiva, incremental…) que presentaban el denominador común de la preocupación por el alargamiento de la base democrática del sistema político. Había un “complejo”: su modelo político necesitaba mejorar y para ello debía explorar un acercamiento a los modelos occidentales. Xi, por el contrario, cambió de carril, postulando –y teorizando- el orgullo por haber logrado vertebrar una alternativa sistémica “superior a la liberal”. Si el afán de Hu era limar asperezas con las concepciones liberales occidentales, Xi ensaya otro rumbo que le retrotrae a la convicción marxista de origen, dice, mejorada.

La base del enfoque de Xi Jinping es la vinculación de la democracia con la eficacia, es decir, la idoneidad del sistema político “para resolver los problemas de la gente” cuya demanda reivindica como el eje central de la política del PCCh. La democracia liberal, con el acento en la representatividad formal, no es eficaz, como tampoco lo fue aquella democracia popular que culminó con el colapso del sistema y fue incapaz de resolver las necesidades básicas y materiales de la población.

La calidad de la democracia, según el criterio auspiciado por el PCCh, debe medirse en función de la capacidad ameritada para responder a los intereses sociales mayoritarios. Y esto se acreditaría, sobre todo, a través de la expresión del nivel de confianza cívica en un gobierno. Y ahí el PCCh saca pecho: en enero último, Edelman Trust publicó su barómetro, señalando que el gobierno chino alcanzó el 91 por ciento en 2021, el más alto del mundo y el más alto de los últimos diez años. La Escuela Kennedy de la Universidad de Harvard, en EEUU, realiza encuestas similares y con resultados idénticos.

La fiabilidad de las encuestas a propósito de China, en cualquier tema, siempre es puesta en entredicho. Al ser de terceros los datos facilitados, esto sugiere una mayor relevancia aunque siempre puedan objetarse dudas. En cualquier caso, la tendencia parece indiscutible.

Acepciones diferentes de la democracia

A diferencia de Occidente, en China, cuando se invoca la valoración de la democracia, que prácticamente no han conocido desde luego ni en las dinastías imperiales ni en lo que vino inmediatamente después, se nos remite al impacto de la gestión política en materia de desarrollo económico o bienestar social y no tanto a la naturaleza del proceso político en sí. En Occidente, por el contrario, al referirnos a la democracia pensamos en el fomento de la participación política activa de los ciudadanos, en elecciones plurales y regulares, en la tolerancia política, en las libertades y la transparencia, en fin, en los tópicos comunes de lo que reconocemos como gobernanza democrática, aunque el desencanto, sobre todo hoy día, prime en cuanto al nivel de satisfacción con dicho proceso. Para una buena parte de la sociedad china, por el contrario, siempre pragmática, la valoración depende no tanto de las formas como de los resultados, es decir, del reconocimiento o no de los avances en la gestión pública y social.

La confianza pública en las autoridades y su correlación con la democracia es un dato que para los dirigentes chinos representa un espaldarazo inequívoco a esa idea de que el proceso en sí no es lo más importante sino la capacidad de proveer resultados en función de la demanda social. Lo que hace que un sistema sea democrático o no, no es solo el proceso formal que conduce a la creación de un determinado gobierno sino su profesionalidad y capacidad en la respuesta a los desafíos y su compromiso con la mayoría social que lo revalida con su confianza. Por tanto, según el PCCh, el criterio preferente es el rendimiento y no los baremos electorales o meramente institucionales, por otra parte, aquejados de reconocidas taras.

Esa búsqueda de la eficacia es el elemento central del Libro Blanco sobre la democracia interpartidaria en China, dado a conocer también en diciembre del pasado año. En él se señala que dicho factor, sumado a la búsqueda institucionalizada del consenso, le confiere una superior calidad al sistema político chino frente a los liberales occidentales. Junto a ello, la meritocracia y la estabilidad compensarían con su buen desarrollo la inexistencia de espacios para plasmar una alternancia sistémica que en la práctica, en los sistemas liberales, tampoco sería tan trascendente atendiendo a las políticas auspiciadas por las principales fuerzas con opciones de gobierno, comprometidas con la defensa de un mismo modelo.

Por tanto, Xi quiere llevar el debate acerca de la idoneidad del sistema no al terreno de lo democrático-formal ni tampoco de vuelta a las contraposiciones del pasado siglo con la “democracia real” de inspiración soviética, sino centrar la hipotética competencia en el arbitrio de una legitimidad posrevolucionaria basada en la eficacia.

¿Juego de palabras o algo más?

Podemos descartar categóricamente estas elucubraciones señalando que se trata solo de subterfugios para edulcorar y hacer más aceptable un PCCh que aspira a ejercer una hegemonía política absoluta. Cabe tener presente el hecho de que el PCCh no tolera ninguna oposición, la intrascendencia de muchos de sus procesos políticos que se antojan meros simulacros o la nula independencia del poder judicial, por citar parámetros reclamables en nuestras latitudes. Estos elementos le aproximan a la visión tradicional del marxismo ortodoxo, en línea con el origen socialista del impulso revolucionario del que se reivindica continuador. Sin embargo, sin perder de vista todo ello y sin que de aquí puedan derivarse necesariamente experiencias trasladables, cabe prestar atención a los matices.

A lo largo de sus más de 70 años en el poder, el PCCh, obrando en gran medida por su propia cuenta y riesgo, ha logrado dar forma a un sistema híbrido que ha procurado equilibrios dinámicos entre algunos de sus principales vectores, ya nos refiramos a las tensiones entre lo público o lo privado, o entre la planificación y el mercado, por citar algunas variables relevantes. Esa capacidad para integrar lo uno y su contrario, primando las complementariedades sobre las contradicciones, es lo que le ha permitido gestionar el salto económico que conocemos y la transformación de la realidad social del país.

¿Y en lo político? ¿Cabría un esfuerzo híbrido similar? Mao decía que “la historia de la humanidad es un movimiento constante desde el reino de la necesidad hacia el reino de la libertad”. Para Xi, hoy, la “eficracia” no es una transición hacia una democracia más completa sino expresión de un “modelo alternativo de democracia china” que en buena medida considera prescindibles aquellos activos que en las democracias liberales consideramos irrenunciables hasta el punto de ser la “mínima compensación” por los desaguisados de una gestión a cada paso menos satisfactoria.

De igual modo que la gobernanza a través de la ley que predica el PCCh no es lo mismo que un Estado de derecho en la acepción liberal, la “eficracia”, prescindiendo del reconocimiento de los derechos y libertades públicas, presenta una rémora significativa que desatiende ese equilibrio indispensable entre justicia y libertad. Aun así, en China, las posibilidades de experimentación alternativa debieran ser objeto de atento estudio -y crítica- y también de diálogo intersistémico.

Más que crear líneas divisorias infranqueables en aras de exaltar una confrontación que no nos importó lo más mínimo cuando nuestras multinacionales pensaban en los beneficios o nuestros líderes presagiaban lo inevitable de su sumisión política, lo que necesitamos es tender puentes que favorezcan el mutuo conocimiento y acerquen posiciones.