La China de 1949 y la de hoy están a mayor distancia de la que revelan los fríos números de las estadísticas ofrecidas por el gobierno de Pekín y que dan cuenta de la inmensa transformación experimentada, en especial en los últimos treinta años como consecuencia de la política de reforma y apertura. Entonces, un siglo de desgaste y desorientación pasaban factura al único país-civilización superviviente de las cuatro grandes del mundo antiguo (junto con Egipto, Babilonia e India). La caída de la última dinastía feudal, seguida de guerras civiles, la invasión de Japón, etc., postraron al viejo Imperio del Centro. El triunfo de Mao sobre el KMT abrió un nuevo horizonte con la perspectiva no solo de construir una sociedad distinta, de conformidad con los parámetros revolucionarios de la época, sino de recuperar el terreno perdido en términos de posicionamiento global. Esa dimensión histórica es la que prima hoy en la visión de los líderes chinos, dispuestos a quebrar cualquier ortodoxia en tanto contribuya a conseguir el objetivo del renacimiento. Y eso explica también que el nacionalismo vaya calando entre la ciudadanía y la propia dirigencia como muestra de orgullo por lo conseguido pero también como escudo protector frente a las tensiones de todo signo que podrían desestabilizar el proceso y alentar el fracaso. Por eso no cabe aguardar grandes cambios ni en la agenda ni en el comportamiento de China en las próximas décadas, al menos en cuanto las actuales coordenadas acrediten su utilidad instrumental. No correrán más riesgos de los estrictamente necesarios, aun a costa de los enfados de Occidente.
La China de 2009 enfrenta desafíos decisivos: la urgente transformación de su estructura productiva, la plasmación de un nuevo modelo de crecimiento menos dependiente del comercio exterior y de la inversión extranjera, el salto en materia ambiental o tecnológica, la conformación de un sistema básico de bienestar social moderno y equitativo, la corrección de tantos desequilibrios de todo tipo, la satisfacción de las múltiples demandas que laten en su vasto territorio, desde las nacionalidades minoritarias a la democratización general del sistema político, la normalización de sus relaciones con los países vecinos, o la afirmación de su soberanía frente a los intentos de condicionar el signo final de su proyecto… La gestión a un tiempo de tanta complejidad sólo es posible por parte de quién es capaz de tener tanta paciencia como para no importarle el paso de los años. Las prisas, y la experiencia maoísta lo ilustra a las claras, son malas consejeras.
Con esta celebración, China cierra en lo político un año corto pero dificil, dando inicio al último tramo de la sucesión de Hu Jintao. Ante una inevitablemente amplia renovación en la cúpula y con el anterior presidente Jiang Zemin moviendo sus hilos entre bambalinas, puede haber sorpresas.