El factor nacional en la trayectoria del PCCh Xulio Ríos es director del Observatorio de la Política China

In Análisis, Sistema político by Xulio Ríos

El Partido Comunista de China (PCCh) celebró este 2021 sus primeros cien años de existencia. Constituido bajo el influjo de la Revolución Rusa de 1917 y con el impulso de la IIIª Internacional en un contexto de grave crisis nacional (fase terminal del feudalismo imperial y secuencia de guerras civiles que trabaron la proclamación del Estado moderno una década antes), tres lustros tardó en dilucidar internamente la primacía del factor nacional sobre otras variables en su proyecto político.

En efecto, fue en la conocida como reunión de Zunyi (1935), en el curso de la épica Larga Marcha, cuando Mao Zedong logró contar con la mayoría suficiente para erigirse como líder indiscutible del partido y de su mano, el planteamiento de que para el triunfo de la revolución era indispensable prestar atención a los factores inmediatos incluso aunque ello suponga desatender las estrategias emanadas del exterior, esta vez de la metrópoli moscovita bajo el arrope del internacionalismo proletario.

El maoísmo (1935-78), antes y después del triunfo de la Revolución, convirtió la primacía del factor nacional en la cuestión central del proyecto del PCCh, primero para salir victorioso de la confrontación civil interna con las huestes del Kuomintang (KMT) y frente al invasor japonés, y después para implementar una vía genuina al desarrollo capaz incluso de trascender y superar el modelo de inspiración soviética.

Ya fuera en la táctica (cercar desde el campo las ciudades en vez de promover suicidas insurrecciones en ellas, pongamos por caso) o en las políticas aplicadas en las zonas liberadas (la tierra como propiedad pública y no para quien la trabaja), el maoísmo fue dando respuestas originales a una sociedad en tantos aspectos igualmente única, fruto de la capacidad histórica para recrear un cosmos substancialmente diferente al occidental.

Tras la proclamación de la República Popular (1949), esa misma inflexión intelectual está en el origen de la búsqueda de una vía distinta, con un fuerte acento voluntarista, para demostrar la fortaleza de un pensamiento trazado teóricamente en un contexto no solo adverso en lo material sino también hostil en lo ideológico en buena parte del movimiento comunista internacional. Desde la renuencia a las políticas de colaboración con el Kuomintang, la negativa a compartir presencia militar soviética en Dalian o el involucramiento en la guerra de Corea, la tensión en el estrecho de Taiwán, el Gran Salto Adelante o la Revolución Cultural, muchos fueron los ejes de las desavenencias. Mao lo reflejó poéticamente: “no puede haber dos soles en el cielo”. En buena medida, el Gran Timonel se negaba a admitir y reconocer cualquier tipo de quiebra en la igualdad entre los partidos, grandes o pequeños, que conformaban el movimiento comunista internacional. Y se empeñó en demostrar que su enfoque había traducirse en mejores expectativas de progreso para China por adaptarse mejor a la idiosincrasia de su sociedad. Cada país debe encontrar su propia vía hacia el desarrollo y corresponde a cada partido liderar soberanamente ese proceso.

Mao y Deng, en la misma línea

Esa semilla prendió extensamente en el PCCh y aun hoy pesa enormemente en su ideario y en su proceder. La llegada del denguismo (1978), lo que se dio en llamar la “reforma y apertura”, supuso una ruptura con el maoísmo en numerosos aspectos tanto de las políticas partidarias como estatales; no fue así, sin embargo, con esa idea central de interpretar las condiciones nacionales como el punto de partida para la libre definición de políticas, sin servidumbres del tipo que fueran.

Deng Xiaoping era consciente de que el intento de Mao de acelerar el curso de la historia tratando de construir el socialismo de un sólo salto había fracasado de forma trágica, con un alto coste para el PCCh y para el propio país. Deng lo intentaría ahora dando un rodeo introduciendo otras variables en el proyecto, antes rechazadas, y que podrían ser útiles en esa perspectiva de conseguir los grandes objetivos históricos: el desarrollo del país, la superación del retraso y la recuperación de la grandeza perdida. Fue así como, con un ritmo propio y con matices destacados, el mercado o la propiedad privada, por ejemplo, fueron recuperando posiciones en el modelo hasta consumar una síntesis híbrida en la que la burocracia, heredera de una milenaria tradición, hila fino para todo desarrollarlo y subordinarlo al tiempo al proyecto común.

Con la experimentación y la progresividad de políticas, el PCCh de Deng tomó en cuenta igualmente la originalidad de las experiencias chinas. Como es sabido, la reforma comenzó en el campo, con una fórmula basada en un sistema de responsabilidad que aseguraba la propiedad pública de la tierra mientras favorecía el usufructo con base en la familia. Aquí comenzó todo, retomando ideas que ya se habían tentado en el período de la restauración burocrática tras el Gran Salto Adelante, frustradas por la onda destructiva de la Revolución Cultural, y que tenían muy en cuenta el imaginario campesino chino.

El factor nacional siguió moldeando el proyecto chino tanto en el campo de la gestión interna como también en la política exterior. En los treinta años de denguismo, el PCCh fue capaz de abrir camino poco a poco y paso a paso a mil y una pequeñas reformas que atendían a la maximización de las posibilidades de desarrollo, descartando las que se habían demostrado inadecuadas y adoptando las consideradas beneficiosas. Esa transición fue realizada en diálogo constante con múltiples instancias internacionales, muchas de ellas de orientación liberal, pero en ningún caso, pese a las apariencias de lo contrario, cedió en el asunto capital por excelencia: la soberanía. Y muchos fueron los consejos que en los años 80 o 90 del pasado siglo, en plena crisis terminal del socialismo real, sugerían un rumbo liberal para la China.

La esencia del socialismo con peculiaridades chinas, el modelo que caracteriza el denguismo y que hoy marca el devenir de China, es justo esa: el factor nacional no puede disociarse del empeño universal por construir un modelo de sociedad alternativa y son las condiciones nacionales las que deben adjetivar ese empeño.

Fue también el denguismo que resolvió la más lacerante contradicción del modelo impulsado por el PCCh desde su creación. Incardinado en los movimientos modernizadores y occidentalizadores de finales del siglo XIX, también el PCCh dio la espalda a su propia cultura, en buena medida responsabilizada de la pérdida de impulso de un país que en 1820 representaba el 32 por ciento del PIB mundial.

El maoísmo fue altamente beligerante con el pensamiento y la cultura tradicionales multiplicando las campañas contra Confucio y los cuatro viejos (ideas, cultura, costumbres y usos). Hubo que esperar al denguismo tardío (Hu Jintao), ya en el siglo XXI, para que se habilitase un nuevo enfoque reconociendo el valor central de la cultura como eje irrenunciable. Hoy esa cultura constituye un activo de gran valor para blindar ideológicamente su proyecto y también forma parte del “poder blando” que China intenta promover en todo el mundo. Si inimaginable era un Instituto Confucio para divulgar la lengua y la cultura china en los tiempos de Mao, hoy, esa denominación explicita un alto grado de autoidentificación del PCCh con esa identidad cultural.

También en el xiísmo

El PCCh, siguiendo un rumbo errático en varias etapas de su historia, fue el gran conformador y gestor del Estado moderno en China. Sun Yat-sen, cuando proclamó los “Tres Principios del Pueblo” (democracia, nacionalismo, bienestar) y formuló las bases de la República de China (1911) tenía en cuenta las experiencias universales. También el PCCh tendría en cuenta las experiencias ajenas de signo ideológicamente próximo. En ambos casos, son perceptibles con claridad rasgos de adaptación a las especificidades chinas, un Estado-continente con una significación demográfica inocultable pero también una sociedad con una cultura e historia que dan cuenta de un magma político genuino que en modo alguno puede ser ignorado.

El xiísmo actual, la etapa que se abre en 2012 con Xi Jinping en el liderazgo del país, pretende ser la guía de los siguientes 30 años que conduzcan a China a su resurgir definitivo. En la “nueva era”, el factor nacional sigue siendo la clave de todas las políticas esenciales del país. No sólo cuando se sugiere el propósito de culminar la modernización resolviendo en paralelo el problema de la reunificación con Taiwán. Es igualmente explícito cuando nuevamente se rechaza una homologación sin matices con el orden universal liberal -que también advierte de motivaciones ideológicas que remiten al credo fundacional- o se profundiza en la definición de soluciones propias a desafíos que en China presentan unas singularidades muy pronunciadas.

En lo estrictamente partidario, incluso cuando el PCCh promueve algún tipo de coordinación internacional de fuerzas políticas (2017), lo hace destacando el respeto a la plena soberanía de cada cual y con un enfoque alejado de anteriores experiencias, primando la pluralidad y con un propósito que trasciende la mera interlocución para fomentar los vínculos autónomos entre las respectivas sociedades.

Es por ello que no resulta exagerado afirmar que el PCCh representa una especie de “dinastía orgánica”, la primera de su historia, consecuencia de esa osmosis entre la tradición y la modernidad que el actual mandarinato actualizó con un universo ideológico ecléctico y hecho a la medida.

Si el factor nacional es una clave discursiva esencial en la trayectoria política del PCCh, ayer y hoy, también para comprender la naturaleza y el perfil estratégico de sus ambiciones es fundamental alargar ese conocimiento de la identidad en el sentido más amplio de la expresión. Incluso para comprender en el plano interno esa obsesión por establecer una gobernanza a través de la ley (Estado de derecho, decimos nosotros) que nos remite a las bases legistas que fundamentaron el nacimiento de la propia China hace más de dos mil años. Soluciones nacionales para problemas universales.

En un contexto de agravamiento de las tensiones internacionales, la insistencia en la soberanía nacional es el factor distorsionador principal que dificulta la inserción de China en las redes de dominio y dependencia de la que sigue siendo la potencia hegemónica. A fin de cuentas, no es el poder económico del gigante asiático lo que dificulta el entendimiento entre Oriente y Occidente ni tampoco el resurgir de una hipotética contienda ideológica entre el liberalismo y el comunismo de inspiración china (carente de propósito mesiánico) sino la insistencia de Beijing en seguir una vía propia y diferenciada, al margen de los ultimatos y presiones de ese mundo democrático que, paradójicamente, es incapaz de tolerar la pluralidad en la orden mundial y todo está dispuesto a hacer parar imponer su dogma como paradigma universal.