En el marco de las “reformas integrales” que promueve el actual liderazgo chino, los cambios en el sistema político se abordan con muchas cautelas. No obstante, el fomento de la llamada “democracia consultiva” parece irreversible. En suma, se trata de fomentar la cooptación de opiniones relevantes y cualificadas con el triple objetivo de ampliar la base de las decisiones, alargar los mecanismos del co-gobierno descartando cualquier alternancia y robustecer el magisterio del Partido Comunista. Esta democracia consultiva se anticipa como la democracia característica de China y denota la sensibilidad de las autoridades políticas del país a la hora de facilitar la participación social, de habilitar mecanismos para anticipar o resolver conflictos o modernizar la gobernanza, a medio camino entre la tradicional autocracia y la democracia representativa.
La modernización política introducida en la agenda, que discurre en paralelo a la modernización socioeconómica y al impulso estratégico exterior, tiene como vectores irrenunciables la plasmación de un diseño institucional que avance con los tiempos y, sobre todo, que asegure la preservación del papel dirigente del PCCh. Esta apuesta china, que va tomando cuerpo en el plano conceptual y en las acciones de gobierno, descarta cualquier atisbo de homologación con los sistemas democráticos de Occidente, estigmatizados por la crisis y considerados a la deriva. Cuestionados en los propios países desarrollados, serían inaplicables en el gigante oriental dada la fuerza de su singularidad civilizatoria. Y aunque se asuman formalmente conceptos como el Estado de Derecho, el imperio de la ley, la independencia judicial, etc., o se coquetee incluso con cierta separación de poderes, la búsqueda de la cohesión nacional y de la armonía social se vertebra en torno a la redefinición de una legitimidad que ahonda en la virtud, la eficiencia y la meritocracia como claves para asegurar la estabilidad presente y futura.
Parte sustancial de esta propuesta es la lucha sin cuartel contra la corrupción y la configuración de un sistema de autovigilancia interna del Partido cuyo propósito esencial es la restauración de la ética en el desempeño público, pero va más allá.
La preocupación esencial del PCCh en el orden político en esta compleja fase del proceso de modernización de China radica precisamente en que la nueva ola de reformas no generen las contradicciones precisas que terminen por llevarse por delante al propio PCCh. Se trataría de propiciar, por tanto, una modernización que pueda asegurar la coherencia histórica y política del proceso de revitalización del país preservando a toda costa el magisterio partidista.
Es por eso que anticipar que la institucionalización progresiva de la democracia consultiva sea un primer paso en dirección a una homologación con los sistemas occidentales resulta temerario. Las correcciones introducidas para evitar la crisis sistémica y modificar el funcionamiento del poder no van en menoscabo de la afirmación de un mayor control político a todos los niveles, incluyendo los medios de comunicación, Internet, etc., con el claro propósito de conjurar las influencias del exterior. Más que una aproximación, se trata de un blindaje.
Si bien las reformas en curso tienen como propósito declarado, en lo económico, el ensanchamiento del espacio del mercado en detrimento de la planificación, China parece lejos de avanzar por la senda seguida por nuestras democracias, hoy sometidas en sumo grado a los dictados de aquel, optando, por el contrario, por preservar la hegemonía del PCCh. Puestos a elegir, en Beijing se prefiere la soberanía del Partido a la soberanía de los mercados, al entender que los males y déficits sugeridos por el primero serán, al fin y al cabo, más fáciles de corregir que los deducidos por los segundos.
No debiéramos despreciar sin más la potencialidad y el hipotético arraigo de estas innovaciones que denotan un nuevo esfuerzo de adaptación de la dirigencia china, hábil y experta donde las haya en busca de una mayor eficiencia política. Las singularidades históricas y culturales y la obsesión cívica, no solo orgánica, por la estabilidad le otorgan un plus de holgura que unido al sentimiento nacionalista y los progresos socioeconómicos, hoy más equilibrados que en el pasado, pueden acabar por facilitar su consolidación. Ese margen de maniobra, muy lejos del colapso que algunos vaticinan, permitiría incluso profundizar en reformas políticas más significativas.
Los actuales dirigentes chinos parecen temer más el estancamiento y la esclerosis sistémica que la reacción interna que puede suscitar entre los sectores más conservadores y oligárquicos unas propuestas que, sin alterar la esencia del régimen, pueden granjearle un inesperado horizonte de renovación aunque afectando a grupos y clanes muy anclados en sus feudos. En otro sentido, la única alternativa a la fragilidad derivada de las problemáticas consecuencias del modelo de desarrollo de las últimas décadas (desigualdades, déficit ambiental, contestación social, etc.) apunta a la combinación de represión y manipulación. Ambas respuestas resultan mucho más peligrosas que explorar la senda, por más limitada que sea, de la promoción de mecanismos inclusivos de participación y representación. El tiempo dirá si los cambios sociales en curso en el país demandan la superación de los límites que hoy a nosotros nos pueden parecer inaceptables.