El presidente chino Xi Jinping aprovecha al máximo los meses previos al XIX Congreso del Partido Comunista, a celebrar en otoño, para realizar numerosos movimientos de personal en la cúpula del poder con el fin de consolidar su base política. Cabe recordar que, a salvo de novedades, entre los elegidos para la máxima dirección en el próximo cónclave deben figurar su propio sucesor y el del primer ministro Li Keqiang. Los supuestamente llamados a tal empeño, Hu Chunhua y Sun Zhengcai, respectivamente números uno en Cantón y Chongqing, encarnan la sexta generación de dirigentes y no forman parte del círculo de próximos de Xi. No obstante, de respetarse las normas al uso en el proceso de sucesión, su elección es segura. Tanto uno como otro responden a la lealtad con los predecesores inmediatos, es decir, Hu Jintao y Wen Jiabao. Es lo que llaman designación cruzada, introducida en los años noventa.
Para compensar una elección que no es la suya, Xi opera en paralelo con gran intensidad en la remoción de líderes tanto en la escala provincial como central. El ejemplo de Shanghái es bien elocuente. Permanece el jefe del Partido, Hang Zhen, una reminiscencia del clan que había tomado el nombre de la metrópoli meridional y afecto a Jiang Zemin, pero en una soledad pasmosa, rodeado de afines a Xi. En la capital, el golpe de mano ha sido completo. En pocos meses, Cai Qi, saltándose la norma meritocrática, pasó de alcalde a jefe del Partido y el hombre fuerte anterior, Guo Jinlong, afín a Hu Jintao, pasó a mejor gloria a similar velocidad. Tan extraño ritmo es poco común y puede ser el anticipo de cambios mayores que afecten a la máxima dirección del país. Muchas miradas apuntan a Chen Min`er, jefe del PCCh en Guizhou, quien podría dar el campanazo.
En las provincias, la alianza de Xi y su clan de Zhejiang con los próximos a Wang Qishan, responsable de la lucha contra la corrupción, no deja títere con cabeza. El tridente discursivo de Xi (regenerar el Partido, recentralizar las decisiones, un camino chino alejado de las influencias occidentales) actúa como magma de una fuerza arrolladora que abre paso a los fieles del Secretario General venciendo toda resistencia. La red de poder de Xi avanza en todos los escalones y en todos los sectores con un visible desembarco de líderes de las empresas del Estado en el poder provincial. Será ahí donde se curta principalmente la séptima generación de líderes.
En consecuencia, la preparación del congreso depara una intensa remodelación del poder, desplegada desde el inicio mismo de su mandato en 2012 y que ahora vive su momento más álgido. Los afines a líderes de otro tiempo como Jiang Zemin, Zen Qinghong o incluso a Zhou Yongkang, han sido reemplazados por elites locales o afines a Xi o a Wang Qishan. La operación alcanza también a clanes “menores” como la facción del petróleo, la banda de Jiangxi, la facción de secretarios o la facción de la comisión central de asuntos políticos y legales, todos ellos identificados como subclanes generados durante el largo mandato de Jiang (1989-2002). Esas redes clientelares del pasado están saltando por los aires.
De los adeptos a Hu Jintao y la Liga de la Juventud algo queda, incluso en posiciones relevantes, pero a menudo mediatizados por un corsé que les restará capacidad de maniobra y proyectará una sombra de alcance sobre sus decisiones.
La excesiva concentración del poder en su entorno y el debilitamiento del liderazgo colectivo así como el cuestionamiento de los mecanismos que aseguraban cierta autonomía a los poderes provinciales e incluso a determinados segmentos del Estado es un arma de doble filo. Como alabado “núcleo” de la dirección, Xi Jinping asume también la máxima responsabilidad frente a los fiascos.
Siempre ha habido luchas intestinas en el PCCh. La novedad introducida por Deng Xiaoping fue una institucionalidad alejada del principio de personalidad capaz de poner límites y pacificar la pugna por el poder entre las élites, evitando el retorno a las prácticas maoístas que tanto pavor e incertidumbre habían generado en la burocracia china. Puede que Xi desande ese camino propiciando el retorno a una razón más intensamente ideológica como argumento para luchar contra sus rivales internos pero esa ruptura, que expresaría un fracaso en la profundización de la institucionalidad, pondría en seguro riesgo la estabilidad que tanto dicen apreciar.