La reacción oficial china a la concesión del premio Nobel de la Paz al disidente Liu Xiaobo ha sido enérgica y contundente, tanto que pareciera abrir un foso bien profundo en sus relaciones con ese Occidente con el que, hasta el momento y pese a puntuales y negociables desacuerdos, se había entendido a las mil maravillas. ¿Estamos ante un episodio que puede llevar las diferencias a un punto de difícil retorno plasmando los límites de la evolución ideológica del régimen chino?
Como un azucarillo se han diluido de la noche a la mañana las declaraciones del primer ministro Wen Jiabao en los meses previos acerca de la necesidad de impulsar la reforma política en el país. El cierre de filas pudiera revelar tanto el hipotético cinismo de dichas proclamas, solo orientadas a calmar las presiones externas poniendo el parche antes de la herida, como la fuerza del consenso interno en las elites dirigentes sobre la necesidad de acotar prioridades en el actual momento político, significando la primacía, una vez más, de la gestión de la delicada situación económica (pese al elevado crecimiento) frente a la aceleración de los cambios en lo político que parecía reclamar Wen Jiabao, cuidando de no mostrar fisuras ante la intensificación de la presión occidental (financiera, económica, estratégica, etc.).
Así, frente a la actitud más exigente de Occidente que pudiera revelar la concesión de dicho premio, Beijing también querría dejar en claro la existencia de un circulo de inmunidad innegociable del que forman parte asuntos clave como la integridad territorial (Tíbet, Xinjiang, pero también Taiwán), la soberanía en sentido amplio o la defensa de su sistema político. De ahí también la ejemplaridad de la condena a Liu Xiaobo, ya que la Carta 08 incide en contrariar el valor neurálgico del régimen: el monopolio político del Partido Comunista de China (PCCh).
No obstante, pese a la rotundidad manifestada, pasado un tiempo, es harto probable que el pragmatismo y cierta flexibilidad afloren de nuevo en Beijing, tanto para limar aristas con Occidente como para aliviar la presión interna y seguir ensayando fórmulas limitadas de liberalización que no pongan en cuestión, al menos de momento, la fórmula que proporciona la estabilidad y que ejerce de premisa irrenunciable para culminar el proceso de modernización.
En dicha hipótesis, inevitable si China ansía a cualquier atisbo de reconciliación con el exterior que pase página, aunque sea someramente, de los importantes daños causados en su imagen internacional, no sería descartable tampoco la puesta en libertad anticipada de Liu Xiaobo. No bastará con crear un apresurado Premio Confucio para disipar las reservas no solo de los países centrales del sistema internacional sino de muchos otros, en Asia y fuera de ella, que no las tienen todas consigo en relación a una China con un poderío cada vez más indiscutible, que dice renunciar a cualquier forma de mesianismo pero que deja entrever la fuerza de unas reivindicaciones que pudieran imponer, de hecho, limitaciones a la soberanía de otros.
A la contra juega lo delicado del momento actual, con una situación económica en apariencia boyante pero que afronta el severo desafío del cambio en el modelo de desarrollo, circunstancia que genera múltiples tensiones. Por otra parte, coincide con un nuevo tránsito en el equipo dirigente, importante por la amplitud del relevo pero también porque quienes asuman el poder en 2012 tendrán la enorme responsabilidad histórica de conducir el país a la supremacía global, una carrera que suscita la exacerbación de celos y temores en Occidente, obligando, en paralelo, a extremar las cautelas internas para evitar derrapes en el proceso, en un contexto marcado igualmente por la multiplicación de las luchas de poder, reflejando ansias de influencia pero también visiones contrapuestas en cuanto al futuro político del país.
Es verdad que no se pueden negar ciertos avances en materia de derechos humanos en China, especialmente en el orden socioeconómico. No obstante, en lo político, las mejoras son lentas cuando no abiertamente contradictorias. El propio PCCh lo ha reconocido en 2007 al situar la democratización en la agenda de la reforma. Hasta ahora, China siempre ha reclamado comprensión y paciencia, pero el Nobel a Liu Xiaobo ha parecido resucitar viejos clichés de orden ideológico o estratégico que difícilmente pueden rivalizar con el valor ético de la decisión del comité Nobel que viene a poner en evidencia los déficits de su proceso. Insistir en dicha vía no tiene futuro.
No es previsible que el recurso a la coartada nacionalista opaque fácilmente la decisión de Oslo e incluso cabe imaginar que pueda acentuar tanto la querencia social por el pleno reconocimiento de las libertades básicas como el debate interno en el seno del PCCh para afrontar esa quinta modernización siempre pendiente que, necesariamente, tendrá que reflejar el creciente pluralismo que aflora en una sociedad en permanente evolución.