La larga crisis política que vive Hong Kong se ha analizado desde diferentes enfoques: conflicto entre reivindicación democrática y autoritarismo, entre autonomía y centralismo, entre generaciones, etc. Menos atención se ha prestado a su dimensión como expresión de un hipotético enfrentamiento entre las diferentes elites que conforman los clanes y grupos de poder que habitan en el seno del Partido Comunista de China.
Por Beijing circula una larga lista de más de doscientos fugitivos refugiados en Hong Kong. Muchos de ellos huyeron de la intensa lucha contra la corrupción desatada por Xi Jinping a partir de 2013, optando por guarecerse en la ex colonia para seguir gestionando sus negocios. Por otra parte, buena parte de las elites económicas y políticas del continente tienen depositados en Hong Kong una considerable porción de sus caudales. Ni a unos ni a otros podía hacerle gracia la aprobación de una ley de extradición que limitaría su libertad de acción y podría poner en riesgo su propia integridad.
Ello trae a colación la sempiterna figura de Jiang Zemin y su clan de Shanghái. Pudimos verlo a sus 93 años aguantando estoicamente las varias horas de desfile cívico y militar del primero de Octubre. En estos años, Xi Jinping se ha ensañado especialmente con las huestes de Jiang, cuyo récord en el poder (1989-2002) no ha sido batido por el momento por ningún líder después de Mao. Xi también tiene esto en mente al dinamitar el límite de los dos mandatos, pero no solo a efectos temporales sino también para sopesar con minuciosidad la amplia lista de enemigos que ha ido conformando y que, pese a haber menguado su influencia, tienen a Jiang como última esperanza de supervivencia holgada. Los entornos inmediatos del propio Jiang y de su vicepresidente Zeng Qinghong podrían estar en la lista de inminentes afectados por la campaña contra la corrupción. Xi no ofrece signos de acobardamiento.
El conflicto surgido en Hong Kong ofrece a los hipotéticos rivales internos de Xi una clara oportunidad de desacreditar su estilo de gobierno. Su obra sobre el modelo de gobernanza y administración de China, que ya va por el tercer tomo y fue traducida a varias decenas de idiomas (más que las obras de Mao), no parece contemplar fórmulas mágicas para revertir la situación en la región autónoma, señalan irónicamente sus críticos. Desde esta perspectiva, Hong Kong puede convertirse en una trampa para Xi si su incapacidad para resolver eficazmente la crisis puede ser instrumentalizada para azuzar y cuestionar la infalibilidad de su liderazgo.
La utilización de conflictos políticos y de movimientos sociales en las maniobras palaciegas goza también de larga tradición en China. Sin ir más lejos, cuando en 2009, Hu Jintao debió afrontar la gravísima matanza ocurrida en Xinjiang (184 muertos y casi mil heridos), Zhou Yongkang, entonces responsable de seguridad en el máximo sanedrín del PCCh, fue señalado como muñidor entre bambalinas de la intriga. Bajo Xi, Zhou fue condenado a cadena perpetua por corrupción en un juicio que evidenció hasta qué punto la criminalidad más soez pudo alcanzar la cúpula del poder chino. Y en cuanto al uso político de movimientos de masas, la propia Revolución Cultural, desatada por Mao para arrebatar el mando a sus rivales y destruirlos, es cabal ejemplo de ello.
El giro experimentado en la política china desde la llegada de Xi Jinping ha afectado a variables que no suscitan el aplauso unánime. No solo fuera, también dentro del país pese al notorio esfuerzo por transmitir la apariencia de un monolitismo sin fisuras. En poco tiempo, la propia maquinaria burocrática ha evolucionado desde el neomandarinato comprometido con el objetivo de alcanzar una sociedad armoniosa hacia una especie de “leninato” en el que solo la máxima autoridad parece estar en condiciones de comprender la magna tarea que China tiene por delante. Al alterar la regla del máximo de dos mandatos al frente del país, la posibilidad de eternización de los líderes en el poder impide que las diferentes sensibilidades puedan disputarse el liderazgo en base a procedimientos previsibles. La adopción de un estilo que recuerda el culto personal reservado a Mao y que tanto horrorizaba a Deng Xiaoping se antoja contraproducente. Finalmente, el estímulo de un nacionalismo ambicioso que obnubila la rica ambigüedad del pasado que tanto beneficiaba a China suscita preocupación y reserva en socios importantes.
Al final de su mandato, Jiang Zemin alentaba una cierta reforma política. Su sucesor, Hu Jintao, coqueteó y experimentó con ella bajo el prisma de un alargamiento de la democracia dentro de los márgenes del sistema. El nuevo rumbo adoptado por Xi Jinping, desmantelando los diques interpuestos por Deng para impedir una repetición trágica de los excesos del maoísmo, abunda en el riesgo de provocar una fractura. No debiera extrañarnos que sus rivales internos pretendan servirse del exacerbamiento de tensiones como las de Hong Kong, incluso en connivencia de facto con poderes hostiles, para tirar un último cartucho tanto con el propósito de salvar sus privilegios como de igualmente forzar un retorno a la senda primigenia de la reforma.