Xi Jinping asumirá la presidencia de China en lo que puede considerarse el último trámite del proceso iniciado el pasado noviembre con la celebración del congreso del Partido Comunista. Poco más de cien días después, el Parlamento le elegirá presidente y también al vicepresidente aunque la jerarquía que realmente cuenta es la definida por la composición del Comité Permanente del Buró Político. Xi es el primero pero el segundo, sea quien sea el vicepresidente, es Li Keqiang, quien espera asumir el cargo de primer ministro, evidenciando la primacía de la autoridad del PCCh sobre la del propio Estado.
En la también última despedida, sobre Hu Jintao pesa la sombra de una década perdida. Tal diagnóstico es, con seguridad, controvertido no solo a la vista de los desafíos que debió afrontar durante su mandato y los éxitos logrados en el desarrollo de China sino, sobre todo, por obviar la trascendencia del hecho esencial que ha protagonizado, esto es, la definición de las bases de una nueva agenda, clave para culminar el proceso de modernización del país, eso que Xi define ahora como “el sueño chino”. En efecto, con sus luces y sus sombras, que de todo hay en su gestión, Hu Jintao enfatizó en la agenda china los debates que van a marcar la evolución inmediata del país: la superación de las graves desigualdades, el impulso tecnológico, el respeto al medio ambiente, la democracia, el poder blando… Indudablemente, en ninguno de estos aspectos podemos certificar que se hayan producido cambios de ciento ochenta grados pero su mero planteamiento con un afán de superación de mayor autenticidad marca un punto de inflexión en el proceso iniciado en 1978 dando al traste con una evolución caracterizada por el auge de un crecimiento ciego y, a la postre, catastrófico.
Xi Jinping tendrá que asumir ahora el desarrollo de esa nueva agenda, transformando las bases del crecimiento económico con atención al fomento de la demanda interna pero también al despertar tecnológico, el bienestar social o la conciencia ecológica, y todo al mismo tiempo, sin que pueda abreviar procesos ni alentar fáciles atajos en aras de una rapidez engañosa. Y debe hacerlo también abordando en profundidad los desafíos políticos que alertan de lo inaplazable de un cambio democrático que limite el abusivo poder de las autoridades frente a una ciudadanía adulta que exige un nuevo trato alejado del paternalismo al uso.
En dicha transformación deberá centrar sus principales energías a sabiendas de que en esta etapa el Partido Comunista dirime su capacidad última para revalidar la legitimidad ante una población progresivamente distanciada y descreída en virtud de un enorme crecimiento que solo ha beneficiado a una minoría (según datos del Banco Mundial, el 1% de la población acapara el 41,4% de la riqueza nacional). En sus primeros cien días al frente del PCCh, Xi ha gesticulado con claridad para reivindicar esa autoridad del PCCh como “el cielo que abarca a lo lejos el porvenir”, una posición estratégica que le capacitaría para cumplir el proyecto histórico iniciado en 1911. Pero deberá acreditar sus méritos a día de hoy y no rememorando las bondades de su historia pasada.
Para ello, las reformas estructurales no pueden limitarse solo a la economía, sino que deben afectar a la dimensión socio-política. En este aspecto, la lucha contra la corrupción se lleva la palma. La complicidad de la sociedad no puede reducirse a una instrumentalización oportunista, requiere un ejercicio de transparencia del poder en relación a los medios de comunicación e Internet que no debiera temerse, aceptando la normalidad del ejercicio crítico, con tolerancia y respeto hacia la discrepancia. Algo tan simple como necesario constituye no obstante un desafío enorme, todo un cambio en la cultura política oficial.
En el ámbito internacional, el nuevo periodo se antoja igualmente decisivo. Tras la reafirmación del carácter pacífico de la emergencia china, Xi Jinping ha revalidado el compromiso con la defensa de los intereses claves del país. China procurará evitar la confrontación y deberá manejar con extremo cuidado las tensiones que se han avivado en el entorno inmediato tras el anuncio del regreso de EEUU a Asia-Pacífico. Hoy a la defensiva, a su estrategia diplomática le urge una renovación.
La consumación ordenada de tan delicado relevo pese a los oscuros vaticinios que anticipaba el caso Bo Xilai, aun por cerrar, nos advierte también del curso de esa nueva institucionalidad que confiere a Hu Jintao un papel entre bambalinas de signo inferior al de otros dirigentes de antaño, siempre maniobrando por la defensa de su reinado hasta la muerte. No parece que este vaya a ser el caso, ejemplarizando sobre la naturalidad del ejercicio de la máxima jefatura eludiendo traumatismos mayores. La formulación y aceptación de reglas más claras en el devenir de esta primera dinastía orgánica de la milenaria historia china constituye otro de los trazos singulares del mandato de Hu Jintao quien pese a su discreción pública se ha labrado una reputación de amplia eficiencia en la gestión del entramado burocrático.