El xiísmo, el pensamiento de Xi Jinping sobre el socialismo con características chinas de la nueva era, sigue escalando peldaños en China en su nivel de reconocimiento y significación política. Todo indica que la anhelada abreviatura “Pensamiento de Xi Jinping” está cada vez más cerca y podrá consumarse con todos los honores en el XX Congreso del año próximo, con un penúltimo impulso en la próxima sesión de otoño del Comité Central. ¿Será ello reflejo de su contenido o sabiduría especial o, por el contrario, solo fruto de la flacidez del debate político interno en el seno de un PCCh que ahora exalta la lealtad sobre cualquier otra virtud? Sea como fuere, su reconocimiento implica una correlación interna de fuerzas claramente favorable al Secretario General que se acentuará en los próximos meses, allanando el camino para nuevos mandatos al frente del Partido, del Estado y del Ejército.
Recientemente, hemos podido apreciar “gestos” como el anuncio de su incorporación al currículo de todos los niveles educativos. En la primaria se asociará con las tradiciones revolucionarias y el patriotismo; en la secundaria se combinará el estudio con la experiencia perceptiva, dice el Ministerio de Educación; en las universidades se enfatizará el pensamiento teórico. En paralelo, se multiplican los pronunciamientos de altos funcionarios del Partido que abundan en loas a Xi.
Este desarrollo es acompañado de un giro en el discurso que reitera la reivindicación de las raíces marxistas como principal ideología rectora, tal como se recoge en la reciente publicación acerca de la “misión y contribuciones” del PCCh. Es un influjo que también se aprecia en el giro social a favor de la prosperidad común, cuidándose de deslindarlo de cualquier similitud con el igualitarismo maoísta. Como acontece con la lucha contra la corrupción o los excesos de los famosos, estas iniciativas gozan del favor de importantes sectores de la opinión pública.
La atención a lo social es clave. Tras haber declarado la consecución de una “sociedad modestamente acomodada”, la exigencia de la prosperidad compartida no supone, ni mucho menos, una especie de órdago comunista a los nuevos ricos. No está en juego la reforma y la apertura; por el contrario, se asocia con el desarrollo de alta calidad, la elevación de los ingresos y la reducción de la desigualdad. Lo cierto es que esta última, en los años de Xi, tras una ligera mejora en su inicio, ha ido a peor. Aumenta la clase media pero el 1 por ciento de los más ricos posee el 30,6% de la riqueza cuando hace 20 años era el 20,9%. Y el índice de Gini, escala hacia arriba. Aun así, la corrección incluye pronunciamientos añadidos para mantener a raya al sector privado, ratificando la autoridad última del PCCh y la primacía del poder político sobre el económico.
Xi puede, cuando menos, igualar a Mao. El pensamiento del Gran Timonel fue citado como concepto por primera vez en 1943 de la mano del ex miembro de la facción de los “28 bolcheviques” Wang Jiaxiang, ocho años después de que Mao se erigiese como cabeza efectiva del Partido en la reunión de Zunyi (1935). En 1945, el VII Congreso, separado del anterior por 17 años y celebrado dos años después de la disolución de la Internacional Comunista, consagró este concepto como guía ideológica del Partido. Esos dos lustros inspiran y emulan a Xi. Y serán dos lustros también (2012-2022) los que le entronizarán a él.
De su puño y letra, el pensamiento de Mao tiene como matriz principal la adaptación teórica a la realidad china. Inspiró su estrategia revolucionaria y las políticas auspiciadas a partir de 1949 en un contexto de enorme complejidad y convulsión. Deng Xiaoping era buen conocedor de esta realidad y optó por calificar su “socialismo con peculiaridades chinas” como teoría, sin atreverse a igualar el genio de Mao, reconocido oficialmente a pesar de su “treinta por ciento” de errores. No hay trazos de esa modestia en Xi: el suyo es un “pensamiento” de principio a fin. Por el momento, en general, bastante disperso en discursos que se recogen en su creciente producción editorial. En 2017 fue incluido en los estatutos del Partido y en la Constitución del país.
Xi tiene en común con Mao que ejerce el liderazgo en una etapa crítica de la historia de China. Mao salvó a China, se dice, sentando las bases de un país soberano y desarrollado. En su caso, Xi salvó al PCCh, lastrado por la corrosión de 30 años de reforma, reivindicando la actualidad de su misión fundacional y conformándolo como la garantía última para lograr el objetivo de culminar la modernización, el sueño chino, la revitalización nacional.
El corazón del xiísmo es la gobernanza, la plasmación de una nueva legitimidad alternativa a la revolucionaria o la democrático-liberal. Cuando el PCCh cumple cien años, Xi ha introducido cambios que suponen una ruptura con el legado de Deng. Como decía en “El xiísmo, ¿una fase superior del reformismo chino?” (El Viejo Topo 401, Junio 2021), Xi se ha desembarazado de las orientaciones de Deng a propósito de la dirección colegiada, la limitación de mandatos, la concentración del poder o el propio culto a la personalidad. La quiebra normativa es de alcance; no obstante, que cuente con solidez suficiente para que ese ideario se conforme como la guía para este decisivo periodo, requiere contraste. Solo este validará esa perennidad basada en una gobernanza efectiva, el elixir ideológico de la larga vida que anhela representar el xiísmo para el PCCh y para China.