La controversia por lo ocurrido en Tibet a mediados de marzo, el acoso a la antorcha olímpica en algunas ciudades, los insultos vertidos por algún comentarista televisivo, etc., han activado de nuevo las ínfulas nacionalistas en China, a un nivel superior incluso al vivido con motivo del bombardeo de su legación diplomática de Belgrado en 1999.
El protagonismo, hoy, no es de los estudiantes, sino, sobre todo, de los internautas, que se movilizan reclamando boicots a empresas o productos de Occidente, creando páginas webs contra la distorsión informativa o impulsando logos identificativos con su país que se propagan en la red a una gran velocidad, traspasando, claro está, las propias fronteras para involucrar a las numerosas y poderosas comunidades chinas presentes en el exterior que, esta vez, también se han movilizado de forma activa.
Alguien podía pensar que la presión ejercida sobre China de forma tan intensa como ha sucedido en las últimas semanas abriría hendiduras, quizás en el liderazgo, o reviraría la población contra su gobierno, culpabilizándolo del rechazo del mundo exterior. Por el contrario, lo que está favoreciendo es una onda nacionalista que el Partido Comunista atempera en función de las conveniencias, pero que demuestra contar con un soporte cívico muy real. Todo ello sirve argumentos en bandeja para justificar socialmente la necesidad de perseverar en un camino propio y contando con la complicidad de su población. Ese nacionalismo a flor de piel blinda al régimen y cualquier esfuerzo es poco para sortearlo.
No es un problema de cinismo favorecedor de intereses económicos o de tibieza en la defensa de determinados principios, sino de como convencer mejor de que no puede existir un proyecto modernizador auténtico que los eluda. La gestión de ese diálogo debe basarse en compromisos efectivos, admitiendo la complejidad del mundo chino y la necesidad de que un gradualismo sin retrocesos se imponga en su evolución política. Todo ello sin dejar de denunciar implacablemente las vergüenzas y atropellos, haciendo “perder la cara” al régimen a cada paso mal dado. Eso es posible. Muchos chinos que así lo creen tampoco aceptan de buen grado la soberbia de un Occidente que, ni por su pasado ni en muchos sentidos por su presente, está en condiciones de dar tantas lecciones como pretende.
Más allá de perversas intencionalidades, lo sucedido revela la importancia de fomentar la comunicación del mundo exterior con China, pues sin el conocimiento de esta sociedad y sus claves, los intentos de influir en su comportamiento pueden resultar enormemente contraproducentes.