Edgar Snow, el estadounidense que probablemente más contribuyó a ofrecer una imagen benevolente de Mao y su Revolución, dejó escrito en 1940 que los comunistas chinos eran entonces nacionalistas porque estaban en esa fase de la revolución, pero que su religión seguía siendo el comunismo y si la situación cambiaba adoptarían cualquier método necesario a fin de permanecer en la locomotora de la historia. Más de ocho décadas después, podríamos revalidar la actualidad de dicho diagnóstico.
Dejando a un lado que en los últimos años, como parte de la respuesta a la crisis, el sector público aumentó en importancia con un crecimiento del 36% y representando en torno al 45% del PIB, no se debe perder de vista que el PCCh persigue maximizar el desarrollo utilizando los instrumentos necesarios y en las proporciones que convenga al objetivo principal: completar la modernización del país, el sueño chino. Y así es, aun reconociendo el sentido general de unas reformas que reducen el peso de la planificación centralizada y el número de grupos públicos.
Quienes ven en las reformas orientadas al mercado y en el fomento de la economía privada y mixta esperanzas de liberalismo están condenados a una desilusión final, que es lo que está ocurriendo ante los signos de rebrote del maoísmo, la concentración de poder, el culto a la personalidad o el agravamiento de la censura. Probablemente, todas ellas decisiones colectivas y consensuadas que tienen presentes las enseñanzas históricas del Periodo de Primavera y Otoño o de los Reinos Combatientes que en épocas de turbulencias aconsejan un líder fuerte capaz de contribuir a preservar la estabilidad y, no menos importante, la unidad de la burocracia. El maoísmo, ya lo dijo un Lin Yutang que no tenía fe en la propaganda, es insuperable en este aspecto.
Esto no conlleva en modo alguno que el PCCh renuncie a controlar incluso directamente la porción de la economía que le garantice la preservación de su hegemonía política. Ni consentirá tampoco, de buenas a primeras, que de la emergencia de millones de empresarios privados se derive la plasmación de una clase empresarial autoorganizada capaz de disputarle el poder. Joseph Needham lo explicó muy bien hace tiempo: durante siglos, el mandarinato supo mantener a raya a la clase mercantil impidiéndole hacerse con el poder del Estado. Lo mismo intenta hacer ahora el PCCh. Y fue siempre el propósito de Deng Xiaoping.
De igual manera, cuando algunos se sorprenden de ver al reformista Wang Qishan reconvertido en mano derecha de Xi Jinping al frente de la lucha sin cuartel contra la corrupción, en otro tiempo colaborador estrecho de Hu Jintao para negociar con el secretario del Tesoro estadounidense, Henry Paulson, la solución amable de las diferencias financieras y comerciales con Washington, pasan por alto que su militancia en el PCCh no es una anécdota sino que le convierte en un exponente de una determinada cultura política que le conmina a cumplir con el mandato exigido para garantizar los objetivos del Partido.
Aunque con diferentes sensibilidades en su seno, los comunistas chinos son reformistas desde el fin del maoísmo no porque hayan abandonado su ideario central o siquiera tengan intención de hacerlo en un plazo determinado, sino porque eso es lo que el momento histórico les exige.
Quienes consideran a China irremediablemente abocada a transitar de la homologación económica a la homologación política con Occidente, ignoran la firme voluntad del PCCh de explorar una vía propia lo suficientemente ecléctica para garantizarse la doble soberanía (del Partido y del país). No es algo nuevo. Lo han dicho siempre, aunque muchos solo quieren ver en ello el pretendido esfuerzo cínico indispensable para poner a salvo su legitimidad.
Bien es verdad que en casi cien años sus valores han evolucionado. Es obvio que la justicia social ha perdido sustancia frente a la reivindicación nacionalista. O que la democracia vive horas bajas, incluso con respecto al tímido afán expresado por Hu Jintao. Pero se reinventa cada día lo necesario lanzando mil y una campañas con el declarado propósito de reducir el riesgo de fisuras, recurriendo a un magma ideológico que tanto reivindica una cosa como su contraria. El PCCh, como antaño el mandarinato, no se neutraliza con ambas sino que se refuerza.