La lucha contra la corrupción en China está provocando efectos dramáticos. Días atrás, altos funcionarios de Mongolia Interior o Shanxi optaban por el suicidio, uno cortándose las venas, otro saltando por la ventana en su edificio residencial. Más de medio centenar de casos similares se han registrado en los últimos meses, revelando lo extremo de la virulencia punitiva ejercida contra los funcionarios bajo sospecha, sometiéndoles a una presión que no siempre pueden soportar.
La determinación mostrada por las autoridades chinas en el combate a este flagelo discurre en paralelo a la reforma competencial y administrativa para mejorar la eficiencia burocrática. Los cambios en la gestión que apuntan a la liberalización de autorizaciones y procedimientos se traducen en mengua de las oportunidades de los funcionarios para recabar ganancias indebidas en virtud de su posición. Simplificación, descentralización e impulso al mercado van de la mano mientras surge en paralelo la preocupación sobre el fortalecimiento de la vigilancia en esta peculiar transición.
Prácticamente nadie en China osa poner en cuestión la actual campaña contra la corrupción, ni siquiera los métodos utilizados aunque quizás se apunte más a los síntomas que a las causas. Tal es el hartazgo acumulado con dichas conductas. Sea como fuere, la reflexión sobre la naturaleza estructural del fenómeno alienta el debate sobre la propia idoneidad del sistema político para su incentivación, no tanto en el plano ideológico o conceptual como en algunas de sus manifestaciones más enraizadas. Sin pasar por alto las componentes culturales, sociológicas y políticas que inciden en el problema, un estudio de la Universidad Normal de Shandong dado a conocer recientemente pone el acento en la concepción de un sistema funcionarial que exige la disponibilidad y entrega total de los servidores públicos sacrificando cualquier otra fidelidad, incluida la conyugal y familiar. El desastre sentimental de las vidas de ciertos funcionarios está directamente ligado a las condiciones de trabajo, asegura el estudio, y estaría en el origen de comportamientos asociados a la corrupción. Reivindica por ello congeniar mejor trabajo y familia para superar el vacío emocional que padecen muchos funcionarios chinos…
El objetivo de la actual campaña contra la corrupción está relacionado con la moralización de la vida pública y la necesidad de reforzar la eficacia del Partido y preservar su liderazgo pero desatiende cualquier enfoque innovador sobre las obligaciones profesionales de los funcionarios, ubicados en el centro de la diana. La intimidación y el castigo deben complementarse con la educación pero probablemente también con respuestas a los problemas señalados en dicho estudio. El acoso se completa con un sistema de delación y recompensa, habilitando espacios en Internet que gozan de buena acogida del público, actualizando los mecanismos de control al uso de la maquinaria burocrática a disposición del soberano ya en los lejanos tiempos del legismo, cuando China hacía su aparición como tal en la historia.
Por otra parte, el punto de arranque de esta política es la comisión de disciplina del Partido, una entidad semi-opaca que actúa al margen de la estructura judicial con un nivel de obediencia supina al liderazgo político de turno. Ello alienta las sospechas de lucha de clanes entre bambalinas que se verían mermadas con un mayor fomento de la acción judicial y su independencia sin restar por ello competencia en su acción.
Pese a su intensidad y dramatismo, si la campaña contra la corrupción en China no afronta las raíces del fenómeno, es de temer que esta regrese con fuerza una vez las aguas vuelvan a su cauce. Asimismo, en otros lares igualmente muy lastrados por idénticas conductas, separando el heno de la paja bien haríamos en interesarnos por curiosear. Probablemente, algo se podría aprender.