La tragedia de Tiananmen (1989) simboliza el fracaso del régimen chino a la hora de superar los límites de la reforma iniciada en 1978. Al unísono se destaca cuanto supuso de represión de los derechos humanos y de rechazo a cualquier forma de pluralismo efectivo. En los veinte años transcurridos desde entonces, China ha multiplicado sus gestos para lograr una adaptación formal que pueda edulcorar su imagen, acallar las críticas de Occidente y, discretamente, ha intentado resolver, una a una, las secuelas pendientes de la tragedia procurando cerrar las heridas con exilios, pensiones y hasta una compensatoria expedición de títulos, como si una mala conciencia le obligara a la administración individualizada de cierta condescendencia.
Los chinos son ahora más ricos que hace 20 años. La tasa de descontento actual es débil. China ha logrado salir de su aislamiento, es la tercera potencia económica del planeta, una potencia tecnológica en ciernes… Es poco discutible incluso que en la China de hoy haya más libertades que en la de 1989. Pero el concepto general no puede decirse que haya cambiado del todo. Los hechos nos demuestran que la relación entre los derechos humanos y el régimen chino no cabe reducirla exclusivamente a un problema de evolución. La excepcionalidad de los valores orientales y los latiguillos del socialismo residual atemperan la exigente visión occidental y siembran dudas respecto a la naturaleza última de su proyecto. Cuando el problema es también de concepto, los matices pueden llegar a adquirir la envergadura suficiente para invalidar cualquier otro pronunciamiento formal. Y bien pudiera ser el caso.
Desde el exterior, aquella movilización fue presentada como una reivindicación de ruptura que debía aproximar China al mundo occidental en el orden político. Esa visión concuerda con la defendida por los sectores más duros del régimen y la versión oficial de aquellos sucesos, calificados de contrarrevolucionarios, delitos que hoy día carecen ya, por fortuna, de tipificación legal. No obstante, cabría reconocer que dicho movimiento fue mucho más heterogéneo y complejo y que en él primaban las exigencias de freno a la corrupción y el nepotismo del PCCh y sus aledaños. Por ello, no habría necesidad de esperar a un cambio de régimen para admitir los excesos de la represión, hacer autocrítica y rehabilitar a las víctimas de aquel movimiento. Aunque difícilmente llegue a producirse mientras figuras como Li Peng o Jiang Zemin no pasen a mejor vida. Y aún así nada es menos seguro.
Aunque pueda atribuirse a Zhao Ziyang, entonces secretario general del Partido, cierto intento de valerse de los estudiantes para resucitar su carrera política, lo cierto es que la crisis de 1989 fue el resultado de un primer distanciamiento serio de amplias capas de población respecto al PCCh. Incluso durante los avatares trágicos del Gran Salto Adelante o de la Revolución Cultural, iniciativas fruto de las tensiones internas en el PCCh, el régimen podía generar cierto entusiasmo en las masas. Pero en 1989, a pesar de la positiva transformación en el nivel de vida que devino primera consecuencia de la reforma, el movimiento estudiantil actuó como gran catalizador moral del descontento frente a quienes habían sustituido los ideales igualitarios por otros desprovistos de la más elemental decencia, resucitando las viejas lealtades de la burocracia y los linajes.
Como en la China milenaria, solo quedaba admitir que el Cielo había mandatado al PCCh para gobernar. Pero en la teoría del mandato celestial, el ejercicio del gobierno es inseparable de la dignidad moral para desempeñar dicha responsabilidad. En la China contemporánea, los criterios morales para la posesión del poder también cuentan y mucho, de forma que ninguna legitimidad puede basarse en la primacía exclusiva de la fuerza. Los criterios morales están presentes cuando se reivindica el buen gobierno o la honorabilidad de los servidores públicos y hasta en la preocupación sincera por la elevación del bienestar de la población. En el fondo, subyace una convicción: la moral es más exigente que la propia ley. Hu Jintao es especialmente adepto a este punto de vista.
Y como hace miles de años, la poca cintura con cualquier discrepancia del poder tiende a derivar en una expresión antisistémica. Por ello, dos décadas después, lo más grave y significativamente pendiente, es la ostensible incapacidad del sistema para resolver las diferencias y conflictos sociales por cauces de diálogo. Aún sin abandonar los cuatro principios irrenunciables establecidos por Deng Xiaoping para evitar que la reforma destruyese el sistema, ni adoptar el modelo político occidental, China dispone de margen suficiente para profundizar en la democracia, para ganar en transparencia, para avanzar en la independencia judicial y en el reconocimiento efectivo de más libertades. El control democrático de la reforma debe surgir de la asunción del elemental principio de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, de la supresión de esa humillante discriminación que diferencia entre miembros y no miembros del Partido. Algo tan simple y razonable pedían los estudiantes en Tiananmen y aún hoy constituye la piedra de toque esencial para que se pueda definir la reforma como autenticamente revolucionaria.
El extravío moral del PCCh puede presentar hoy muchas manifestaciones. Su cosmovisión se quiebra al intentar establecer una armonía que pretende pasar página de unos hechos que cuestionan de lleno su autoridad y le hace perder la cara ante sus propios ciudadanos. Aunque los estudiantes y la sociedad china miren hoy en otra dirección, se debe restablecer la verdad de los hechos. Esa autocrítica pendiente es una exigencia moral y el principio efectivo de toda estabilidad. La tradicional omnipresencia de la autocracia le permite al PCCh tener aún la última palabra en la vida y suerte de sus súbditos sin admitir cualquier forma, por pequeña que sea, de autonomía política frente al poder. La obsesión por la supervivencia le exige procurar a toda costa la unanimidad y la cohesión a través de campañas minuciosas que insisten en su capacidad para evitar y enmendar errores, encontrar el mejor camino y adoptar la mejor política para cada momento. Sin embargo, ser el único sol en el cielo chino nunca le podrá bastar para soportar la escisión que supone una verdad en la sombra.