La Nueva China ¿nacionalista?

In Análisis, Sistema político by PSTBS12378sxedeOPCH

China se apresta a celebrar por todo lo alto el sexagésimo aniversario de la fundación de su República Popular. Parada militar, estrenos cinematográficos de tono épico, ceremonias festivas o adecentamiento del paisaje urbano de la capital se aderezan con operaciones de higiene política con voluntad ejemplarizante o la recuperación de la cosmética revolucionaria en los centros de trabajo, donde estos días proliferan los cantos al Ejército Rojo con la indumentarua propia de la época.  

Con sus luces y sombras, a la vista de la situación actual, el balance general que hacen la inmensa mayoría de los chinos del periodo iniciado en 1949 no puede ser más que positivo, habida cuenta la notable transformación registrada en el país, en contraste con el largo periodo de decadencia iniciado con las guerras del Opio en el siglo XIX y la inestabilidad que caracterizó a la República proclamada en 1911. Pero ¿cuánto queda de la Nueva China en la China actual? ¿Qué China se celebra en realidad? La fundación de la República Popular aquel 1 de octubre simbolizaba, ante todo, la victoria incontestable de la voluntad de un Partido Comunista, el PCCh, adherido firmemente a las exigencias revolucionarias de la época y a los ideales igualitarios que conformaban el maoísmo, variables que hoy parecen haber perdido toda vigencia.  

La impronta de Mao, el “Sol Rojo”, aún venerado por amplios sectores de la sociedad china, dejó tras de si una poderosa huella marcada por la exacerbación de las tensiones internas y una voluntad férrea de abrir paso al renacimiento de la nación china, si bien por caminos que hoy todos reconocen como equivocados. El coste humano del maoísmo ha sido enorme y sus secuelas permanecen hoy día, pero en tanto subsistan las coordenadas actuales –y quizás después de ellas teniendo en cuenta la singularidad del pensamiento oriental- no cabe esperar condenas en bloque sino solo criticas matizadas (Gran Salto Adelante, Revolución Cultural). Aun hoy día todos los universitarios deben superar un curso obligatorio de “Introducción al pensamiento de Mao Zedong”, indispensable para recibir su titulación, dando fe de que una cosa es apartarse de las diatribas maoístas y otra muy distinta renunciar a los fundamentos que legitiman el ejercicio del poder por parte del PCCh. 

Con el paso de los años, aquella China proclamada por Mao ha experimentado una progresiva y doble erosión que ha pulverizado buena parte de su legado ideológico. En primer lugar, a través del proceso de modernización, conducido por un patrón antitético (la solución no estaba en una radicalización del modelo soviético), basado en un diseño económico claramente alejado de su ideario y estructurado en torno a la creciente preponderancia del mercado, si bien mediatizado por la insalvable impregnación burocrática que debe salvaguardar la capacidad del PCCh para impedir que surjan auténticos poderes alternativos. En segundo lugar, por el firme retorno de la identidad civilizatoria no como consecuencia de la inercia espontánea generada por el vacio ideológico derivado del abandono del maoísmo sino por una decidida promoción estatal y partidaria de la revitalización de las claves tradicionales de su identidad, a tono con el proyecto histórico de reposicionamiento global de China. En el plano de las ideas, ello ha adelgazado hasta lo inverosímil la presencia del maoísmo, aunque no así su principal instrumento, el PCCh, auténtica columna vertebral del sistema, transmutado en una burocracia de signo neoconfuciano. Se diría que este, habiendo tomando el poder, en los últimos treinta años de reforma y apertura no ha hecho otra cosa que asumir buena parte de la política de su rival, el KMT, con quien desde 2005 vive una especial luna de miel. El triunfo del PCCh sobre el KMT fue contundente y solo la guerra de Corea pudo impedir su derrota final en Taiwán. Pero, al final, bien pudiera decirse que la política aplicada en los últimos años por los comunistas chinos se asemeja mucho más a la seguida por Chiang Kai-shek en la isla que a la concebida inicialmente por Mao. 

Las celebraciones del 1 de Octubre recuerdan a todos la doble legitimidad del PCCh. De una parte, de origen, por su indiscutible liderazgo en el proceso que condujo a la victoria en todos los frentes, internos y externos. De otra, de ejercicio, actualizando su capacidad de acierto al lograr establecer un modelo específico, adaptado a las singularidades chinas, y que absorbe, adaptándolas, diversas corrientes e ideas propias y universales, puestas al servicio de su proyecto central: el desarrollo y la revitalización de la nación china. 

La añadida dosis de orgullo que se deriva de sus positivos resultados parece inevitable. El nacionalismo, sin necesidad de ser espoleado por el gobierno, va ganando terreno en una China que se esfuerza por acentuar ante el mundo el carácter pacífico de su emergencia. Los riesgos de incomprensión con el exterior que conlleva dicha apuesta no son menores que la exacerbación de las tensiones internas con aquellos nacionalismos que no se sienten partícipes de dicha civilización, aunque compartan con ella diversas experiencias históricas. El espectáculo de la plaza Tiananmen en el que se prevé la participación de unas 200.000 personas lleva por titulo “La Madre patria y yo marchamos conjuntamente”. El pueblo ha sido sustituido por la patria. Los disturbios en Tibet y Xinjiang, más de la cuarta parte del territorio chino, alertan de la dificultad de integrar a algunas nacionalidades rebeldes que “comparten la misma cama pero no el mismo sueño”. Y  pueden acabar siendo una pesadilla para Pekín.  

Hoy China exhibe una modernidad hecha a sí misma que destaca frente a la modernidad de corte occidental, enfatizando la singularidad de su  civilización-estado, con unas fuentes de legitimidad que no necesariamente coinciden con los parámetros habituales del mundo occidental. Pese a ello, las insuficiencias democráticas del régimen son abiertamente reconocidas, al igual que la necesidad de arbitrar medidas para soslayar las habituales sospechas de connivencia entre poder político y económico que tanto afectan a la estabilidad social, cuestión central del inmediato futuro, aquejada de la falta de confianza en una justicia independiente y de la ausencia de una competencia política efectiva que confiera poder real a unos ciudadanos-electores cada vez más dueños de sus opiniones.  

Después de treinta años de maoísmo y otros tantos de reforma llega la hora del desempate. El PCCh, con una militancia millonaria y alejada de la cultura del sacrificio y el esfuerzo de los primeros años, afronta ese tercer tiempo, pese a lo mucho logrado, con el escepticismo de una sociedad harta de la corrupción y que, según relevaba una reciente encuesta, confía más en las prostitutas que en los funcionarios. El “proyectil almibarado” del que hablaba Mao es hoy el principal estigma que nubla los éxitos de la modernización, aquejados de la ausencia de suficientes medidas compensatorias que lo equilibren y el escaso éxito de los reiterados llamamientos de Hu Jintao a la honestidad.