La sucesión de crisis de legitimidad sistémica en numerosos países de varios continentes (desde el norte de África a Turquía pasando por América Latina o Europa), unido a las dificultades del proceso de reforma en China, enfrentada a objetivos (duplicar el PIB y el ingreso per cápita en 2020 con respecto a 2010) de complejo alcance en un contexto de crisis estructural que debe alumbrar un nuevo modelo de desarrollo, incrementan las alertas y exigencias respecto al PCCh.
La clave del descontento que prolifera en todo el mundo es el fracaso de un modelo que tras el fin del socialismo real proclamó a los cuatro vientos su infalibilidad. El sistema resultante, devoto del neoliberalismo, reparte beneficios entre las capas privilegiadas mientras instrumenta políticas que desahucian a las mayorías sociales operando retrocesos históricos que nos alejan de la igualdad social, paradigma en cuestión, creciendo un desencanto que se traduce en nuevas formas de protesta y de autoorganización.
China se ha mantenido al margen de estos procesos, pero nada garantiza su inmunidad. A priori, existe el caldo de cultivo (desigualdad, corrupción…) para que se produzcan explosiones de descontento que por ahora se han visto reducidas a manifestaciones individuales. En algunos casos pueden guardar alguna relación con las protestas de remotos lugares del planeta, mientras que en otros responde a claves muy propias. El bálsamo moderador descansa en una economía boyante a pesar de haber reducido sus tasas de crecimiento y la legitimidad de un PCCh que a pesar de sus taras no tiene rival a día de hoy.
Las invocaciones recientes a subrayar la trascendencia de la “línea de masas” y el examen de conciencia de sus militantes en los niveles de distrito o superior, sugieren cierto diagnóstico que apunta al desarrollo de una quiebra de la confianza producto del elitismo instalado en ciertas capas del PCCh y una política que no atiende suficientemente las aspiraciones sociales. Desde el primer momento, Xi Jinping quiso hacer de la cercanía un pilar esencial de su mandato. Esa impronta personal debe impregnar a sus millones de dirigentes, reconociendo que su legitimidad no solo descansa en el binomio fomento del desarrollo a cambio de la incuestionabilidad de su poder.
Los efectos negativos del proceso de reforma se acumulan, tanto en el orden económico como social o político. El “tirón de orejas” que sugiere esta campaña puede quedar no obstante reducido a un rito si no se acompaña de medidas eficaces que diluyan la agenda de problemas.
China ha cambiado de forma significativa en las últimas décadas, pero este tipo de respuestas basadas en la autoreflexión y el brainstorming interno mantienen las pautas tradicionales de la cultura del PCCh. Puede ser un instrumento útil y acorde con la mentalidad y la práctica política de China, secundada con nuevos impulsos a la lucha contra la corrupción o el desprendimiento de la obsesión por el PIB como criterio de evaluación de los funcionarios, pero está por ver su eficacia en un contexto social de transformaciones incluso radicales como se ha revelado con esa ley que obliga a los hijos a visitar a sus padres ancianos, toda una falla sísmica que revela el pavoroso impacto del mercado en la ruptura del esquema familiar tradicional. Algo impensable años atrás.
¿Bastará esta nueva campaña de educación política para contener y encauzar las mutaciones estructurales operadas en el país y que afectan inexorablemente a la base militante y dirigente del PCCh? ¿Será suficiente correctivo? ¿Cuánto tiempo podrá mantenerse esa “revisión del comportamiento”? ¿No es obsoleto y poco sofisticado este proceder en los tiempos actuales?
Las formulaciones conceptuales de los últimos meses apuntan a la necesidad de mejorar el control del ejercicio del poder como axioma determinante. La crítica se ha dirigido a aquellas manifestaciones (despilfarro, formalismos, etc., los “ocho puntos”, en suma) que más irritan a los ciudadanos en primera instancia. La corrupción y el abuso de poder figuran entre ellas. Pero los ciudadanos parecen moverse en otra escala, especialmente en la Red, donde reina la franqueza y la justa indignación ante la opacidad en algunas materias donde el PCCh parece priorizar la protección de sí mismo. La sociedad y su dinamismo no son los rivales sino los aliados de cualquier estrategia de saneamiento del PCCh.
La campaña puede ser bienintencionada pero puede quedarse corta y desacompasada ante el ritmo de una sociedad que exige gestos de otra naturaleza: la eliminación de los intocables, la transparencia respecto al patrimonio, una reforma fiscal progresiva, fiscalización independiente de la gestión pública, mayores libertades….
El abandono del criterio del aumento del PIB como frontispicio máximo de la bonhomía de la gestión del PCCh podría acompañarse de una refundación del concepto de la estabilidad social que alargue las posibilidades cívicas de contestación de las políticas y conductas oficiales. Puede que esa apertura, como algunos temen, amenace la supervivencia del PCCh pero también, por el contrario, puede apremiarle a mejorar su gestión.
La complejidad de los años por venir aconsejaría habilitar válvulas de escape que faciliten una renovación paulatina de la maquinaria socio-económica. El tránsito al nuevo modelo de desarrollo será exigente. Si el poder reacciona con una agenda inflexible de tabúes (errores históricos del PCCh, valores universales, tensiones en la sociedad civil, derechos cívicos, independencia de la justicia, privilegios de los dirigentes y libertad de prensa, según revelaba el South China Morning Post el 14 de mayo) podría encontrarse con más piedras en el zapato de las que cabría imaginar.
Los reajustes y ofensivas de estos meses le servirán al PCCh para una puesta a punto interna. No parece cercana la hipótesis de un descalabro ante el aumento de las dificultades, especialmente mientras preserve el consenso básico en la cumbre, pero si la proyección espiritual de su autoanálisis no se acompaña de innovaciones estructurales que refuercen el control social de sus políticas, todo puede retornar en poco tiempo al punto de origen.
Desde Xibaipo, Xi Jinping pidió a su militancia mantener las señas de identidad de un PCCh que aglutina ya una masa superior a los 85 millones de militantes (más que toda la población de Alemania). La sociedad china puede ayudarle mucho en ese empeño si logra interiorizar aquella convicción profunda que apunta a la necesidad de vencerse a sí mismo practicando la flexibilidad que recomendaban los clásicos.