Cuando han transcurrido tres décadas desde el inicio de la política de reforma y apertura, China se enfrenta al reto de la reinvención de dicha estrategia con el mismo horizonte de su modernización y desarrollo. Ciertamente, las décadas transcurridas han aportado una transformación inmensa a este país, que ha podido recobrar y acentuar la senda del progreso económico, no sin pagar un peaje social y ambiental inocultable, adquiriendo una posición internacional cada vez más sobresaliente. No obstante, parece haber llegado a su fin el actual período de capitalización a marchas forzadas, debiendo afrontar desafíos de todo tipo que auguran la intensificación del debate interno acerca del camino a seguir.
En lo económico, el cambio en el modelo de desarrollo constituye el epicentro de una etapa nueva en la que se deberá poner mayor énfasis en el impulso tecnológico, ambiental, y social, asegurando el reequilibrio en la formulación de una nueva síntesis que eluda el crecimiento ciego que hasta ahora ha caracterizado buena parte del proceso Ya no es la apertura el signo de los nuevos tiempos, como lo fue a finales de los años setenta, cuando las zonas económicas especiales escenificaban una ruptura histórica que con el paso de los lustros ha posibilitado una espectacular y vertiginosa internacionalización de la economía china. Ahora es tiempo de armonizar los procesos internos apremiando su calidad global y sectorial para superar las enormes fragilidades que aún connotan la emergencia del gigante oriental.
En lo político, la reinvención implica la traducción institucional de esa pluralidad que ha invadido la economía y la sociedad china, habilitando espacios e instrumentos que democraticen las relaciones sociales y políticas, asegurando, sin miedo, un mayor protagonismo público en aspectos clave como la lucha contra la corrupción. Los indicios en este aspecto son contradictorios, circunstancia que pone de manifiesto las eternas cautelas que circundan cualquier innovación en esta materia. Los mensajes aperturistas de octubre de 2007 han dejado paso a nuevas manifestaciones de inmovilismo e intransigencia, evidenciando las dificultades para encontrar nuevos mecanismos que, tanto en el plano interno como en el exterior, ayuden a gestionar las crisis con igual dosis de prudencia y moderación, pero también alejando las fronteras del autoritarismo para evitar las frustraciones.
La nueva síntesis que supone la reinvención de la reforma no puede, en cualquier caso, limitarse a formular otro modelo centrado exclusivamente en lo económico que excluya la dimensión política sobre la base de la paciente incorporación de otras variables despreciadas hasta el momento. Por el contrario, es en la política donde el PCCh se juega buena parte de su futuro, debiendo trascender el permanente dilema entre el post-maoísmo y el retromaoísmo para formular con energía nuevas propuestas que revelen su capacidad no solo para procurar un mayor bienestar a la ciudadanía sino también para tomar la iniciativa y ensanchar la esfera de los derechos cívicos y las libertades públicas.
Tendrá, por derecho propio, sus matices y sus singularidades, incluso requerirá su tiempo, pero un segundo intento de reforma de este calado ninguneando la dimensión política en un contexto de crisis como el que se avecina (no solo en el orden social sino también por el probable incremento de las reclamaciones de las nacionalidades minoritarias y las tensiones con los poderes locales) puede agravar las tensiones latentes en el sistema y generar una nueva onda de inestabilidad difícil de gestionar sin sobresaltos cuando no se prevé más salida que la represión. Hay demasiadas injusticias acumuladas como para pensar que otra China no es posible.