Más allá de las tensiones marítimas que le enfrentan con Japón, Filipinas o Vietnam, entre otros, China tiene que lidiar con otras crisis territoriales más cercanas que evidencian la fragilidad e incluso la obsolescencia de su arquitectura político-institucional. Con la sordina puesta en Tibet, en los últimos meses hemos asistido a un repunte notable de la actividad terrorista en la región autónoma de Xinjiang, un territorio de enorme importancia estratégica para China asediado por la inestabilidad en virtud de una brecha creciente entre las comunidades Han y uigur.
Por otra parte, la región administrativa especial de Hong Kong afronta una etapa política decisiva con la próxima elección por sufragio universal del Consejo Legislativo y el Jefe Ejecutivo de la ex colonia británica. China ha publicado recientemente un Libro Blanco en el que reafirma su compromiso con el sufragio universal pero dejando en claro que los candidatos solo podrán ser aquellos que “amen a China y a Hong Kong”, primando una nominación colegial en detrimento de la nominación pública. A las denuncias de interferencias interesadas de terceros en dicho proceso se contrapone un movimiento cívico contra la desnaturalización del proceso democrático que reclama elecciones abiertas augurando tensiones importantes en los meses venideros.
Por último, cabe referirse a Taiwan. Como es sabido, la reunificación de isla y continente es un asunto crucial en la política china. Tras varios años de bonanza con el Kuomintang gobernando en Taipei, Beijing encara ahora una primera crisis, producto también de la contestación cívica, que podría agravarse en 2016 si, como parece, el soberanista Partido Democrático Progresista recupera el poder. El estancamiento en las negociaciones comerciales y la persistencia de una notable desconfianza ciudadana respecto a las bondades del acercamiento complican un proceso que las grandes elites económicas y financieras de ambas partes parecían haber sentenciado de forma irremediable. A ello habría que sumar las primeras grietas de una tregua diplomática que había logrado poner fin a la rivalidad mutua por ganarse aliados en todo el mundo.
Las respuestas chinas a este triple desafío se encaminan en varios frentes. En Xinjiang, espera reconducir la situación combinando una vuelta de tuerca a la represión y más inversiones en infraestructura, empleo, educación, etc., en la convicción de que el desarrollo podrá moderar y cegar la brecha identitaria. En Hong Kong, cabe esperar firmeza en un planteamiento que se inclina por aceptar lo malo antes que lo peor, haciendo valer la ayuda prestada en las duras crisis que han azotado Hong Kong en los últimos años (tormentas financieras y el brote de neumonía asiática). En Taiwan, en tanto persigue el desbloqueo de los acuerdos en trámite, multiplica los puentes con la oposición y más allá del entorno del KMT aunque con el límite infranqueable del respeto al principio de que “solo existe una China en el mundo”, un axioma que levanta ampollas entre los soberanistas.
Salvando los matices, el problema de fondo en los tres casos es la evolución asimétrica de la cooperación económica y la confianza política. Beijing desconfía y teme un ejercicio desleal del limitado autogobierno y por ello, optando por la táctica de palo y zanahoria, difícilmente hará concesiones de mínima envergadura. Por otra parte, enmarca el auge de estas tensiones en el intento exterior de poner palos en la rueda de su emergencia, consciente de que el actual tramo de su desarrollo será el más delicado y complejo no solo en virtud de las dificultades internas en el tránsito a un nuevo modelo de desarrollo sino por el aumento de las presiones de todo tipo para hacer descarrilar la modernización que debe conducirla a la cima del poder mundial.
No obstante, la desconfianza también prolifera en las sociedades de Hong Kong o Taiwan, especialmente entre los más jovenes. En el primer caso, según algunas encuestas, más del 80 por ciento del grupo de edad 21-29 años no están satisfechos con la gestión de Beijing en Hong Kong, cifra que se reduce al 52% para el conjunto de la población. En Taiwan, los recelos son similares. A medio plazo esto plantea un severo desafío para las autoridades del continente si no logra ajustar su política.
La combinación de nacionalismo, mesianismo interno e inflexibilidad puede derivar en una secuencia de conflictos cuya capacidad de gestión varía desde el Xinjiang blindado con una “red de acero que va de la tierra al cielo”, como dijo Xi Jinping, a un Hong Kong mucho menos maleable y un Taiwan firmemente asentado en la defensa de su identidad democrática. Los diferentes niveles de autonomía ejercida o prevista bajo el paraguas de la fórmula “un país dos sistemas” parten de una concepción inicial que la asocia con un privilegio y no con un derecho. Es lo primero que debería cambiar.
China es un país de dimensiones continentales y se diría que sus problemas territoriales son periféricos. Sin embargo, su potencial desestabilizador no se debe menospreciar, especialmente si todo se apuesta a la defensa de una prosperidad que ignora los factores asociados a la identidad.