El juicio a Bo Xilai se ha presentado como un doble ejemplo. Primero, de la contundencia de la lucha del gobierno chino contra la corrupción, pudiendo alcanzar a sus máximas autoridades haciendo causa de que todos son iguales ante la ley. Segundo, de una nueva transparencia destinada a mejorar la imagen de la justicia en el país, aquejada en los últimos tiempos por casos justamente de corrupción y clamorosos desaciertos y errores que la han llevado a la picota, pero igualmente de su imagen internacional.
Lo cierto es que, aunque el juicio se ha solventado prácticamente a puerta cerrada y ante una audiencia muy selectiva, se ha logrado transmitir la sensación de una mayor modernidad y apertura. No obstante, las imágenes que hemos podido apreciar fueron filtradas al gusto, los comunicados de prensa que han servido de base para elaborar las informaciones cuidadosamente medidos y la transmisión textual en la Red en tiempo real no reflejó ni mucho menos la literalidad de cuanto acontecía en la sala.
Aún así, lo más sorprendente del caso a la vista de cuanto hemos podido saber a través de los testimonios presentados es lo mucho que no se ha dicho. En verdad, los indicios de corrupción, malversación de fondos públicos y abuso de poder eran bien evidentes y conocidos a través de la secuencia novelesca de los relatos de los últimos meses. Pese a que Bo Xilai negó haber tomado parte directa en todo ello, si admitió ser negligente en su gestión y poco más. Frente a ello, los datos aportados por la acusación solo reflejarían una pequeña parte de su conducta criminal. Es como si el juicio se orientara a lograr la suficiencia mínima para justificar una condena “ejemplar”, pero cuidando de no evidenciar el desenfreno de una elite oligárquica que al amparo de la presunta inmunidad de su posición se conduce en gran medida al margen de la ley. En realidad, es ese modo de funcionamiento del aparato del poder en su máxima expresión lo que subyace en el juicio a Bo Xilai. Y de él cabría detraer las lecciones necesarias para evitar su reiteración en el futuro.
Paradójicamente, no ha sido objeto de atención profunda su mandato al frente de Chongqing, clave en su caída. Gran parte de las acusaciones que servirán de fundamento a la segura condena se centran en periodos anteriores de su trayectoria política, salvo el affaire Heywood. No obstante, un tupido velo ha caído sobre prácticas comunes en esta megalópolis que revelarían la promiscuidad del mundo de la política y los negocios por diversas vías (en el sector inmobiliario pero también industrial) con la generalización de las comisiones y los favoritismos; como también, la dura represión ejercida no solo contra la mafia y la disidencia sino también contra aquellos que no formaban parte de su red de aliados. ¿Qué fue de las acusaciones de vigilancia electrónica de los principales líderes del país, incluido el entonces presidente Hu Jintao? La gravedad de este irrespirable ambiente debiera ser objeto de un detallado análisis en el juicio. Pero nada de esto fue abordado. ¿Motivo? Con seguridad para evitar mostrar los detalles de una conducta que llevada al extremo en Chongqing pudiera la sociedad china reconocer por su sintomatología como habitual en otros lares.
Para las autoridades chinas tan peligroso es el catálogo delictivo del comportamiento de Bo Xilai como su autopromoción en base a la ilusión de representar la encarnación de un visionario capaz de conducir a China por el sendero de una prosperidad mejor distribuida. Son las dos caras de una misma moneda, aunque abordar abiertamente lo segundo en el juicio resultaba totalmente improcedente ya que podría abrir un frente de conflicto con las tendencias de izquierda de dentro y fuera del partido.
A la vista de lo acontecido en el proceso podemos admitir que su desarrollo no ha estado pre-escrito al detalle y que a diferencia de otros casos similares en cuanto a la jerarquía del procesado (Chen Xitong en 1995 o Chen Liangyu en 2006) no se ha conducido con la severa opacidad tradicional. No obstante, es evidente que el guión esencial fue objeto de una cuidadosa planificación para evitar que sus revelaciones derivaran en un sumario público a la clase dirigente del país. En paralelo, permitiría, unido a otros indicios, resaltar el compromiso del PCCh en la lucha contra la corrupción. De esta manera, la imagen de Bo Xilai quedaría destruida para siempre, pero la reputación del PCCh no se vería afectada.
¿Puede el caso representar la evidencia de un cambio significativo en la práctica judicial china? Las formas han mejorado y ese proceso no tiene vuelta atrás, pero queda aun un largo trecho para poder acreditar en una justicia independiente, un pilar clave de ese Estado de derecho que las autoridades definen como objetivo principal de su estrategia.