Conocida la sentencia recaída en el proceso contra Gu Kailai, nos falta por saber ahora el dictamen de la investigación interna contra su esposo, Bo Xilai. Aunque oficialmente el Partido Comunista de China (PCCh) ha tratado de deslindar ambos procedimientos, lo cierto es que forman parte de un mismo proceso con dos lecturas: penal y disciplinaria, y política. En el caso de Gu Kailai, a sabiendas del interés público provocado dentro y fuera del país, se ha extremado la observación del procedimiento en primer lugar para dar satisfacción a los familiares del británico fallecido. Podría pensarse que fue incluso “ejemplar”, a la vista de algunas manifestaciones de transparencia, no habituales en otros casos. No obstante, ha llamado la atención la ausencia de detalles respecto a la magnitud y formas de los negocios familiares, un asunto probablemente más engorroso para el PCCh que la propia muerte de Neil Heywood, poniendo bajo sospecha a buena parte de los máximos dirigentes del país y sus linajes. De haber trascendido, a buen seguro ofrecería luz sobre los entresijos de las corruptelas financieras y repartos de dominio en la cúpula del poder chino, con árboles genealógicos de gran frondosidad. Por otra parte, debe significarse el hecho de que el juicio se llevara a cabo en Hefei, capital de la provincia de Anhui, la de origen de Hu Jintao, un hecho que no puede considerarse casual. Cabe imaginar igualmente que la suspensión de la condena a muerte forma parte de una negociación previa a la vista del anuncio de que no habrá recurso alguno.
En el caso de Bo Xilai, con independencia de las responsabilidades penales que puedan sustanciarse en un hipotético proceso posterior, la pesquisa disciplinaria interna, conducida hasta el momento con el máximo de los sigilos, anuncia una más que previsible expulsión del PCCh que podría anunciarse de un momento a otro. Esa decisión se habría confirmado en la reunión que la dirigencia china mantuvo recientemente en el balneario de Beidahe, a pocos kilómetros de la capital china, y que ha servido de encuentro para consensuar los principales nombres de los nuevos dirigentes del país tras el congreso de otoño. El PCCh anhela pasar página cuanto antes de este escándalo para centrarse en exaltar los éxitos de la década de Hu Jintao, ya próxima a su fin, un mandato que ha logrado reforzar ampliamente el poderío global del país pero no así atajar unas desigualdades que han seguido creciendo de forma no menos clamorosa e insultante. El 18 congreso está llamando a la puerta y podría iniciarse en la segunda semana de octubre.
El PCCh se ha cuidado mucho de mantenerse formalmente alejado del caso, dejando hacer a la justicia y significando la inexistencia de intocables a la hora de luchar contra la corrupción. No obstante, conociendo los generosos límites de la magistratura china y lo delicado del incidente, es altamente probable que nada del curso del procedimiento haya quedado al margen de una planificación minuciosa. Es más, la duda que permanece es si todo esto estaría pasando realmente en el supuesto de que no mediara la trifulca previa entre las diferentes facciones de cara al 18 congreso del PCCh. En esta perspectiva, lo principal ya se ha logrado: purgar a Bo Xilai, descalificar su supuesto programa alternativo, privar de portavoz a los neomaoístas, reconducirlos de nuevo a la periferia marginal del debate político.
Con su modelo Chongqing, Bo alentaba ciertamente, no sin sombras ni discusión, otras soluciones más incisivas y sociales para corregir los desequilibrios generados por el crecimiento económico. A juzgar por su trayectoria política y personal, es difícil creer que esto no respondiera al expreso deseo de utilizarlo como trampolín para satisfacer una ambición desmedida. Pero le brindó la posibilidad de conectar con sentimientos sociales ampliamente extendidos y con expresiones organizadas que le apartaban del consenso establecido en la cúpula. En China, destacar de esa forma no es señal de buen augurio. El clavo que sobresale es el que más golpe lleva, dice una conocida máxima. A Bo, “desterrado” en Chongqing en 2007 y privado de un papel destacado en el liderazgo central, no le habrían dejado otra opción.
No deja de ser paradójico que el mandato de Hu Jintao se complete con una crisis de tales proporciones que arroja luz sobre esa promiscuidad escandalosa entre política y oscuros negocios, de la que participan en mayor o menor grado toda la casta dirigente del país y que tanto combina la prédica de la virtud como lidera las mordidas más enjundiosas. Hu Jintao inició su década enarbolando el código de los ocho honores y deshonores y la culminó defendiendo la exigencia de una total “pureza” a los más de 82 millones de miembros del PCCh. Pero todo parece haberse quedado en palabras huecas. Difícilmente podría resultar de otra forma al insistir en el patrón de conducta tradicional que residencia la lucha contra la corrupción en quien la protagoniza en mayor medida. Esa situación, unida al absoluto control de los medios y de la justicia, pavimenta el camino para su instrumentalización y deslegitimación. Cuando la sociedad ha reaccionado, desde el PCCh se ha aplaudido pero para silenciarla a renglón seguido.
¿Es este caso una excepción? Probablemente lo convierta en único su casuística, digna de un trepidante guión de intriga, pero los males que revela son cotidianos y están muy incrustados en la sociedad china actual, un resultado difícilmente evitable en un sistema cuyo engranaje depende en gran medida de la corrupción. En última instancia, el caso viene a poner de manifiesto lo inmenso de la crisis ética que invade al PCCh, la urgencia de imponer severos límites al poder y de alargar los derechos democráticos de la sociedad.