Las maneras de Hu Jintao

In Análisis, Sistema político by PSTBS12378sxedeOPCH

Hu Jintao cederá en marzo la presidencia de China a favor de Xi Jinping. Tras el XVIII Congreso del Partido Comunista (PCCh) celebrado en noviembre pasado, prácticamente ha desaparecido de la escena pública, al igual que buena parte del anterior equipo dirigente del país, con la sola excepción de Li Keqiang y el propio Xi Jinping. Tal es el ritual del poder en China. La principal representación formal de la autoridad y la soberanía, atribuida a las asambleas populares a todos los niveles y alcanzando a la propia Presidencia del país, restaurada en 1982, cede ante la evidencia del auténtico poder, asociado inevitablemente a la omnipresencia y magisterio del PCCh.

Desde noviembre, los siete integrantes del nuevo Comité Permanente del Buró Político, algunos a la espera de plaza en las principales instituciones del estado (Asamblea Popular Nacional o Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino), ganan protagonismo y visibilidad en detrimento de los líderes actuales, aun en pleno uso de sus competencias. A diferencia de lo que ocurre en las democracias occidentales, aquí las transiciones son “previas” y no “post”, y el periodo “en funciones”, el que media entre las decisiones del congreso del PCCh y los acuerdos de las asambleas populares que las legitimarán, se labra internamente.

Otro tanto podríamos decir de la Administración, empezando por el propio Consejo de Estado, donde el primer ministro Wen Jiabao se ha difuminado ante las nuevas estrellas ascendentes, en especial Li Keqiang, llamado a sucederle en el cargo.

Esta singularidad del sistema político chino, vertebrado a través de la primera dinastía orgánica de la milenaria historia del país, ha dado muestras en los últimos meses de una capacidad de maniobra importante en un entorno plagado de desafíos y controversias. Al final, a pesar de la gravedad del caso Bo Xilai, el XVIII congreso del PCCh no solo definió las bases del consenso que debe guiar el país en los próximos años, sino que, sobre todo, reafirmó las componentes de su peculiar institucionalidad con reglas, públicas y no tanto, llamadas a garantizar la estabilidad en las transiciones, sentando precedentes de cierto alcance.

Naturalmente, esto no resuelve por arte de magia las contradicciones que habitan en su interior, pero si facilita mecanismos aceptables y aceptados que eluden los peligros de antaño caracterizados por la manipulación social hasta extremos inverosímiles en aras de satisfacer las ambiciones de los diferentes grupos de poder. Este riesgo, sufrido en el pasado en reiteradas ocasiones, constituye el mayor remordimiento y peligro para la estabilidad del PCCh y por ende de China.

Hu Jintao cedió en noviembre no solo la secretaría general del PCCh sino incluso la presidencia de la Comisión Militar Central, el único órgano donde no existe límite temporal de mandatos y clave en la estructura del poder en el sistema político chino. Ese afán por transmitir indicios de normalidad institucional debió sonrojar tanto a su antecesor, Jiang Zemin, el más personalista de los líderes chinos de los últimos tiempos y referente del llamado clan de Shanghái, que en enero solicitó bajar en el orden del protocolo oficial pasando a ser “un jubilado más”.

Estas manifestaciones del modus operandi de la nomenklatura china, comprometida con el asentamiento de una regularidad que reduzca los riesgos de división en momentos de especial tensión como los que rodean siempre el cambio en el liderazgo central, incorporan datos positivos y revelan avances que no deben minusvalorarse, si bien plantean serias dudas respecto a su ulterior voluntad democratizadora respecto al conjunto de la sociedad.

Con un Estado subsumido e instrumentalizado por el PCCh, los avances democráticos dependen en extremo de la democratización de dicho cuerpo orgánico, que aglutina en torno al 7 por ciento de la población total del país. Por otra parte, el predominio de tal conceptualización, que ha ganado mucho terreno en los últimos años frente a las tesis de la separación Estado-Partido de los años ochenta del pasado siglo, limita considerablemente la autonomía de los poderes legislativos y ejecutivos a todos los niveles, constreñidos a rendir cuentas no ante la sociedad sino ante los órganos del PCCh, quienes disponen sobre la identidad de los funcionarios más relevantes privilegiando la cooptación sobre la selección pública, y determinan las estrategias fundamentales, multiplicando su enorme capacidad tentacular.

El proceder manifestado por Hu Jintao viene a exaltar las bondades de la colegialidad y la habilitación de procedimientos para resolver las tensiones y controversias sin que el estado se resienta en un tiempo, a cien años vista de su fundación, en que el PCCh debe reconstruir, creativamente, las bases de su legitimidad. Esta virtuosidad del PCCh sería positivamente valorada por una sociedad que aprecia el buen ejercicio burocrático del mandarinato pero no le convierte en protagonista sino en beneficiaria, o sufridora llegado el caso, de dichas tendencias. A la postre, son mecanismos alternativos a una democratización profunda, objetivo lejano a día de hoy.  

Sin duda este proceder es uno de los elementos más destacados del legado de Hu Jintao. Sin líderes carismáticos, sin el aval de haber sido protagonistas de una revolución que hoy usufructúan, su legitimidad, en entredicho por los sinsabores de la reforma, tiene que construirse desde dentro. Ya no basta con mejorar los índices económicos, superando los problemas creados por una modernización que tanto ha mejorado la situación del país como agravado sus déficits en numerosos planos, sino que el PCCh debe demostrar su capacidad de liderazgo político ante una sociedad exigente que reclama ser sujeto activo del proceso de transformación. Ese desafío es difícil de integrar por quien ha interiorizado la premisa de que la preservación de su especial fuero es condición sine qua non para la estabilidad y el progreso del país.