La crisis económica y financiera está pegando en China con más fuerza de lo que inicialmente se esperaba. Así lo reconocía el pasado 25 de diciembre Zhang Ping, responsable de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma, ante el Parlamento chino. Es verdad que su sistema financiero, básicamente controlado por el Estado, está poco conectado con el internacional, lo cual le permite resistir mejor los efectos de la crisis financiera. Las crisis del exterior le afectan poco y en las internas su amplia red le otorga una singular capacidad de maniobra, pese a las sempiternas dudas sobre la calidad de la gestión, circunstancia que constituye un riesgo latente sobre el sistema financiero nacional dada su opacidad, corrupción y entramado de relaciones entre política y negocios.
Pero la reducción de la demanda exterior ha afectado sensiblemente a un modelo de crecimiento basado, en gran medida, en el fomento de las exportaciones. Miles de empresas han cerrado ya en las boyantes zonas costeras, llevando al desempleo a millones de trabajadores con pocos derechos y escasa cobertura social. La apreciación de la moneda china, el renminbi, de un 20% entre julio de 2005 y julio de 2008, ha influido sobre la competitividad general de las exportaciones en los sectores con fuerte intensidad de mano de obra, como el textil. Y el sector exportador representa en torno al 30% de la producción industrial, lo que explica la preocupación de las autoridades. Las dificultades del sector inmobiliario, del transporte marítimo, etc., dan cuenta de una reacción en cadena que resulta difícil de atajar. Desde el tercer trimestre de 2008, las consecuencias, dijo Zhang Ping, se extendieron de las zonas costeras al interior del país, de las industrias orientadas a la exportación a otros sectores y de las firmas de tamaño pequeño a las mayores.
Las turbulencias mundiales podrían derivar en China en un aterrizaje brutal ante el fin de ciclo de alto crecimiento experimentado en los últimos años, como consecuencia del excesivo dinamismo del sector industrial e inmobiliario que el propio gobierno intentó moderar ya a finales de 2007 con una política monetaria restrictiva, elevando los tipos de interés y reduciendo los préstamos bancarios para frenar la inflación y la especulación.
Para evitar ese escenario, el plan de relanzamiento anunciado por el gobierno chino el 9 de noviembre contempla inversiones por valor de 4 billones de yuanes (425,6 mil millones de euros) en 2009-2010, lo que equivale a un 8% del PIB. También contempla la reducción de la tasa de crédito en 1,08 puntos porcentuales desde el 27 de noviembre, la mayor reducción en 11 años y la cuarta desde mediados de septiembre, cuando la crisis mostraba sus primeras manifestaciones. El programa incluye la financiación de infraestructuras en los transportes, la agricultura y la vivienda, los gastos sociales en salud y educación, beneficios fiscales y apoyo a los precios agrícolas. El gobierno central aporta únicamente el 30% de los fondos contemplados; el resto corre por cuenta de los gobiernos locales. Pero cabe dudar de que el plan permita poner fin de golpe a las fragilidades estructurales de la economía china que la crisis, por el contrario, bien pudiera exacerbar.
Y es que a la crisis que llega del exterior se suma la crisis de un modelo agotado. Pensando en el futuro inmediato, a China le urge reestructurar el modelo de crecimiento de su economía, ya que las exportaciones no podrán aumentar con tanta rapidez en un futuro cercano, y este parece el momento adecuado para estimular la demanda interna y el consumo interior que no representa más del 40% del crecimiento en el PIB de 2007, mientras que en las economías desarrolladas puede alcanzar el 70%. La crisis mundial obliga a China a acelerar la transformación de su modelo para depender menos de las economías occidentales. Pero solo garantizando pensiones, seguridad social y un buen sistema educativo público se puede reducir el ahorro y estimular el consumo interno.
Por último, la suma de esas dos crisis puede contagiar la estabilidad política. Un crecimiento inferior al 8% en un país donde cada año nacen 13 millones de personas a las que se debe alimentar, educar, proporcionar empleo, etc., complica seriamente la capacidad de gestión del gobierno. La tendencia oficial a minimizar la tasa de desempleo, que no sería en realidad del 4% en las zonas urbanas, sino en torno al 12%, y podría subir al 14% en 2009, está en entredicho. Hu Jintao ha alertado sobre la crisis como test de la capacidad del Partido Comunista para gobernar el país. El temor a los disturbios es grande y se han dictado instrucciones para tratar las protestas con mano izquierda, cuidando de evitar que puedan dar lugar a reacciones en cadena imposibles de contener.
Además, el año 2009 incluye en el calendario muchas fechas sensibles. A las habituales, pero espontáneas, protestas que pululan por el campo y las ciudades con mil motivos (expropiaciones, corrupción, abuso de poder) se suma ahora la necesidad de desactivar la bomba social, especialmente por la presión ejercida sobre el empleo. Los 200 millones de mingong, obreros procedentes del campo, que han operado el milagro urbano, regresan a sus aldeas de origen ante la parálisis de la construcción o el cierre de las fábricas exportadoras. La crisis de Tiannanmen en 1989 fue directa consecuencia del malestar existente ante la corrupción y las dificultades derivadas de una inflación desbocada. Ahora, la legitimidad del PCCh, basada en el éxito económico, está a prueba. Es posible que la inestabilidad no alcance una dimensión estatal, pero el desafío que planteará a las autoridades locales será grande y delicado de gestionar.