En los años sesenta, Liu Shaoqi (1898-1969), presidente de la República Popular China entre 1959 y 1968, protagonizó el “veredicto más injusto” dictado desde la fundación de la Nueva China, según dictamen del propio Comité Central del Partido Comunista, tras su rehabilitación después de la muerte de Mao. Liu, uno de los más carismáticos y principales dirigentes del Partido y del Estado, privado del derecho a la defensa, martirizado hasta lo inconcebible, falleció en la cárcel el 12 de noviembre de 1969.
La evocación de Liu Shaoqi apela a las diferentes visiones surgidas en el seno del PCCh para lograr el objetivo de la revitalización nacional. Liu, fiel a Mao desde los años treinta y siempre leal al PCCh, no dudó tanto en mostrar su escepticismo a propósito del aventurerismo económico alentado por Mao a finales de los años cincuenta como en arrimar el hombro para propiciar la “restauración burocrática” que siguió al trágico fracaso del Gran Salto Adelante. Con el firme apoyo de Deng Xiaoping, al frente entonces de la secretaría general del PCCh, Liu intentó imprimir un sello singular y realista al rumbo económico de aquella China que ansiaba sacudirse la pobreza y el subdesarrollo.
Ahora que se cumplen los primeros cuarenta años del inicio de la política de reforma y apertura, justo es reconocer el mérito y los atributos de Liu Shaoqi. Muchas de las iniciativas promovidas o apadrinadas por Deng Xiaoping en los años ochenta, tienen en Liu sus antecedentes e inspiraciones primeras.
Esa dimensión como estratega económica fue reconocida especialmente hace una década, cuando el entonces secretario general del PCCh, Hu Jintao, recordó y ensalzó su figura con motivo del 110 aniversario de su nacimiento. Liu y Deng cooperaron muy estrechamente aquellos años para enderezar el rumbo de una economía china llevada al colapso por el “ideologismo” de Mao, señalándole otros caminos de mayor apertura y menos dogamtismo.
Xi Jinping también recordó a Liu Shaoqi recientemente. Su discurso con motivo del 120 aniversario de su nacimiento pasó de largo sobre esta cuestión y se centró, sin embargo, en la exaltación de sus cualidades morales, en su adhesión al PCCh, en su ejemplo de obediencia y acatamiento de las decisiones partidarias. Resulta comprensible y hasta lógico que discursos de esta naturaleza revelen las sensibilidades y preocupaciones del colectivo dirigente en una determinada coyuntura.
No obstante, la figura de Liu Shaoqi debiera abordarse en su plenitud y complejidad no para servir de instrumento a una acción coyuntural marcada por los imperativos del momento sino para ilustrar la importancia en todo tiempo del debate interno, de la tolerancia crítica o de la necesidad de evitar el resurgir de cualquier personalismo que acabe ahogando cualquier atisbo de mínima pluralidad. Esa lealtad, que no excluye la discrepancia constructiva, es una característica destacada en la trayectoria de Liu Shaoqi.
Liu Shaoqi merecería tanto como Deng Xiaoping los elogios y reconocimientos que a este se le tributan ahora con motivo de los 40 años del inicio de la reforma y apertura. Pero, sobre todo, en su biografía, tanto la inquina contra su figura como la ocultación durante años de su muerte fueron expresión de una crueldad cuya repetición debiera evitarse a toda costa. Se precisa para ello de mecanismos que preserven una institucionalidad democrática que evite el recurso a esas rehabilitaciones póstumas que tan caras y dolorosas han resultado a la sociedad china.