La “Nueva China” se apresta a celebrar el 75 aniversario de su fundación bajo el liderazgo del Partido Comunista (PCCh). El significado es importante. No tanto en virtud de la peculiar numerología china, cuyo realce se remite a los 60, uno de esos números redondos y disciplinario que se dice cierran un ciclo completo acorde con los sesenta jiazi en alusión a los sesenta dioses de las estrellas que veneran los taoístas. Lo es, sobre todo, por cuanto dirime un balance competitivo de largo recorrido. Durante décadas, cuando en el decir de Mao, el cielo no podía admitir dos soles, la disputa ideológica con el PCUS animaba una rivalidad que fracturó el movimiento comunista internacional. La URSS (1917-1991) no superó los 74.
En cada tiempo político en que podríamos fragmentar la historia reciente de China (maoísmo, denguismo y xiísmo) cabe apreciar signos manifiestos de singularidad. Pero si algo destaca el PCCh es una continuidad rica en matices pero exenta de contradicciones fundamentales si nos atenemos a los factores decisivos.
¿Cuáles son esas variables? Tres podríamos destacar. La primera, la obsesión por el desarrollo, una constante evidente que debe consumar el cierre de una decadencia histórica que se vislumbra con rotundidad en el siglo XIX, el “siglo de humillación”. Al momento de su fundación en 1949, esta China era uno de los países más pobres y atrasados del mundo. La esperanza de vida promedio no superaba los 35 años y el producto nacional bruto era sólo de 12.300 millones de dólares. Hoy la esperanza de vida es de 78,6 años y es la segunda potencia económica del mundo, con un PIB que ronda los 20 billones de dólares. Aunque insistamos en ponerle muchas pegas, el contraste es evidente. Y el proceso no ha terminado.
El segundo elemento es el nacionalismo. El éxito en la transformación de China es fruto de un modelo de desarrollo claramente chino que refleja, insistentemente, ese reclamo de una vía china hacia la modernización. Las iniciativas que en este sentido marcan aquellos tres tiempos obedecen a esa máxima de partida. Hoy ese modelo combina dirigismo estatal y mercado gobernado, muy lejos de cualquier liberalismo de signo occidental. El sueño chino de la modernización responde al propósito de situar de nuevo a China como un país central del orden mundial sobre la base de un ejercicio pleno y sin cortapisas de la soberanía nacional. Ese es el soporte también de su resurgir civilizatorio y cultural.
En tercer lugar, la ideología. En varios sentidos. Primero, enfatizando que lo logrado ha sido posible gracias al PCCh. Segundo, que este lo ha conseguido al perseverar contra viento y marea en unos ideales que le han permitido salir airoso de sus crisis y contradicciones. Esto tiene relevancia porque a menudo se ha presentado el milagro chino como producto del abandono de su ideología fundacional. Por el contrario, esta se ha reafirmado y enriquecido incorporando elementos de su propia idiosincrasia, útiles para blindarse ante cualquier “extravío”.
Respecto a la URSS, de cuya ruta se alejó muy pronto a pesar de la “amistad eterna” suscrita por sus respectivos líderes en los años cincuenta, introduce un valor diferencial que le connota no solo en su trayectoria interna sino también internacional: la falta de mesianismo. Esto, quizá, debería ser una buena noticia para Occidente. No hay “peligro de expansión”. Es tan china China que no puede ser -ni lo pretendería- universal. A lo máximo, se admira pero no se imita. Su mensaje es que cada cual encuentre su propio camino. No obstante, dada su relevancia, cabe reconocer que representa un dique que limita y condiciona la pretendida universalidad occidental.
La China de hoy debe afrontar un desafío general, que tiene que ver con la estabilidad y, en consecuencia, con la resolución exitosa de múltiples retos: en lo económico (el nuevo modelo de desarrollo), en lo social (la prosperidad común), en lo político (el estado de derecho), o en su relación con el mundo (ese futuro de coexistencia con aristas), etc. Ese afán por la estabilidad probablemente guarda más relación con la recreación de la “Gran Concordia” del Tao que con los mecanismos al uso que vislumbramos para garantizar la ausencia de convulsiones que hagan peligrar el éxito de su proceso. Igualmente, haciendo gala de la máxima clásica de que la promoción de las personas de mérito es la base del arte de gobernar, el PCCh precisa contemporizar la transcendencia de la lealtad.
Y otro reto mayúsculo: Taiwán, que lo puede echar todo a perder si la impaciencia por lograr a toda costa la reunificación anida en Beijing.
Si el primer centenario de la fundación del PCCh (2021) ha servido para revalidar su papel en la historia moderna del país, el segundo centenario (2049), a 25 años vista, debe resolver la contradicción principal de esta etapa, el desarrollo desequilibrado, con un primer peldaño en 2035, y establecer una legitimidad de nuevo tipo, no anclada ya ni en la revolución ni en el crecimiento, sino en la convicción del buen gobierno. Y de lo que se haga en estos lustros por venir dependerá que la revitalización de China sea plena o se malogre.
Muchos pensarán que la China de hoy poco tiene que ver con la de 1949. Es verdad. Pero la voluntad que auspicia su camino responde a la misma matriz: el empeño histórico del resurgimiento nacional. Para el PCCh, esta sigue siendo su principal razón de ser.Y por el momento predomina el convencimiento que solo puede lograrlo a través de la ruta ideológica que mejor protege su soberanía. Solo modificará el guión si otro camino le garantiza el éxito.
(Para El Independiente)