El Partido Comunista de China (PCCh) ha convertido la celebración de su 90 aniversario (1921-2011) en un ejercicio de propaganda que inunda toda China. Películas, series de televisión, musicales, canciones “rojas”, conjuntos ornamentales por doquier… contribuyen a crear un clima de “entusiasmo” que no deja de mostrar cierta artificialidad provocando hasta indiferencia a poco que lo observemos en detalle. Sorprende la envergadura de esta campaña, muy superior en intensidad a la del 60 aniversario (2009) de la fundación de la República Popular China, más aún teniendo en cuenta el significado del número 60 en la cultura china y el propio sujeto de la celebración.
¿A qué viene entonces tanto fervor? No falta quien lo relacione con la necesidad de asegurar un aterrizaje suave y sin contestación a la quinta generación de dirigentes, liderada por los “príncipes rojos”, quienes deberán iniciar la asunción de responsabilidades a partir de 2012. No obstante, habida cuenta la alta sintomatología nacionalista de la campaña, más bien podría relacionarse con la necesidad de afirmar el carácter imprescindible del PCCh para culminar la modernización y proveer de perspectiva a la sociedad para que interiorice en buena lid el alcance de lo logrado bajo su liderazgo. En modo alguno pudiera tener fundamento la idea de que el PCCh ha decidido quitarse ahora una supuesta careta para mostrar una simbología que para muchos no es más que una expresión de nostalgia interesada sin correspondencia con su praxis actual.
Los fastos sugieren superponer al epicentro de la agenda política del país, marcada por la eclosión de severos conflictos de origen social, ambiental y territorial, un acontecimiento político del que sigue derivando una legitimidad cada día más cuestionada por sectores sociales que progresivamente dejan de confiar en la capacidad del PCCh y sus “tesoros” (cuadros) para realizar el objetivo de la justicia social. Hoy día, quienes más motivo parecen tener para celebrar la construcción de este “socialismo con características chinas” son los nuevos empresarios, muy a gusto con el actual estado de cosas. El PCCh, con sus más de ochenta millones de miembros, se ha convertido en el medio principal e indispensable para medrar, para hacerse un hueco en el mundo del poder y del dinero, no solo a escala china, también global.
El eclecticismo de que hace gala el PCCh adquiere un tono afinadamente cínico, especialmente en el nivel local, donde la acción de sus autoridades viene marcada por la corrupción y el abuso de poder a gran escala. Los esfuerzos y diatribas del gobierno central o la aplicación de sanciones ejemplares a quienes violentan la disciplina, no parecen hacer mella en él. Esas conductas afean muy seriamente su credibilidad y suponen el mayor desafío para garantizar la estabilidad social.
Noventa años después de su fundación, luces y sombras se confunden en el PCCh. Una reciente historia oficial del periodo 1949-1978, abunda en el reconocimiento de algunos errores del pasado, en especial en el Gran Salto Adelante, incluyendo la “disminución del censo de población en diez millones de personas”. Pero la timidez del reconocimiento del trágico papel de Mao en la destrucción del Estado y del Partido y en la eliminación física de muchos dirigentes de gran valía y honestidad sigue pesando como una losa sobre su trayectoria. Prima el miedo a las consecuencias de una verdad que solo puede circular de boca en boca. No es fácil demoler el icono construido durante tantos años sin afectar el conjunto de la arquitectura política a él asociada.
Ha habido abnegación, sacrificio, hazañas y hasta heroísmo, virtudes que hoy administra una generación que solo las ha vivido de refilón aunque sin privarse de gesticular y presumir a lo grande como si se tratara de méritos propios.
El PCCh tiene su origen en dos tareas principales: la revitalización de China a través de la recuperación de la soberanía plena y la modernización; y la realización del ideal de justicia social, dos procesos antaño inseparables y hoy bifurcados merced a artilugios semánticos de más que dudosa comprensión (como la “triple representatividad”, por ejemplo), solo explicables por la necesidad del PCCh de salvar la cara ante una ciudadanía que considera inexplicables algunas de sus conductas. Este PCCh es el artífice del milagro económico, pero su compromiso con la justicia dista de ser el que fue. Todo el esfuerzo de los últimos años, soportado en buena medida por millones de inmigrantes en su propio país, ¿es para mayor gloria de quién? La verdad está en los hechos, sentenciaba el viejo aserto maoísta. Una cruda realidad se impone al discurso de la sociedad armoniosa o del desarrollo científico, máximas ideadas para santificar al líder de turno pero insuficientes para colmar las aspiraciones de los mortales, toda una legión de agobiados que sobrevive aún a duras penas.
El momento que atraviesa el proceso de reforma alerta del grave peligro de inestabilidad a causa de las múltiples deficiencias en el orden social y político, que se agudizan a medida que crecen en paralelo las tensiones económicas. La grandiosidad de la conmemoración parece querer recordar a todos el compromiso del PCCh con sus orígenes, pero al tiempo se descarta cualquier mutación ideológica en el discurso que ha convertido a China en la segunda economía del mundo pero con algunos de los mayores déficits de justicia del planeta. Todo será pura cosmética si no logra recomponer su relación con esa sociedad que cada día se distancia un poco más de su liderazgo al no advertir en el PCCh las señas de identidad propias de quien debería comprometerse a fondo con su emancipación.
Es mucho lo logrado y no a bajo precio. La disyuntiva entre un PCCh entregado a una lógica desarrollista que sirve de argumento para la acumulación de grandes fortunas y poder y otro comprometido con la satisfacción de las aspiraciones sociales y con un mundo más equilibrado y justo, marca el momento del PCCh en su nonagésimo aniversario.