Los ecos de Tiananmen

In Análisis, Sistema político by PSTBS12378sxedeOPCH

 

Culminada de forma trágica, la crisis de Tiananmen en 1989 tuvo una importante repercusión no solo en la imagen de China ante el mundo sino en la política interior, cuyos ecos llegan hasta hoy día. Fue un momento decisivo en la evolución contemporánea del país y más allá del debate en torno a la conceptualización de aquellos sucesos como una “sedición”, dictamen oficial que no se ha modificado un ápice, y de los múltiples ajustes que las autoridades chinas han debido introducir en su acción de gobierno para evitar su reiteración en un contexto de incremento progresivo del malestar social, hay dos aspectos que merece la pena destacar. El primero, afecta al funcionamiento de las propias estructuras de poder. Para el Partido Comunista, el mayor peligro en aquellos días fue conjurar el riesgo de su división interna, cristalizado en el apartamiento del entonces secretario general Zhao Ziyang y las resistencias de algunos mandos a actuar contra los manifestantes. Esto explica en gran medida que a partir de entonces se enfatizara con tanto empeño la concentración del poder máximo en una sola persona, un modelo que aunando a la vez la jefatura del Estado, del Partido y del Ejército, se ha mantenido y reforzado desde entonces.

En segundo lugar, la exaltación no solo de una vía económica al desarrollo genuina, lugar común al referirnos a la larga transición china y su progresivo abandono de la economía planificada, sino también de una vía política diferenciada capaz de blindar al país de la influencia ideológica occidental, juzgada como negativa y desestabilizadora. En realidad, esta premisa fue reiteradamente defendida por el tantas veces alabado Deng Xiaoping, padre de la reforma y a quien no se acostumbra a afear aquella tragedia aunque el signo último del desenlace estuvo en sus manos. Las reformas podrían continuar en lo económico, como de hecho así ha sido, con límites a cada poco desdibujados, pero no así en lo político donde se instaló una frontera que perdura hasta hoy día sin que haya visos de una modificación sustancial en el horizonte. La doble apelación a los valores asiáticos y a los valores socialistas forma parte irrenunciable del discurso ideológico del PCCh aun cuando son más intensas que nunca las invocaciones al papel decisivo del mercado o del sector privado, invitados a pluralizar los grandes monopolios públicos.

A lo largo del cuarto de siglo transcurrido, la economía se ha desarrollado de forma exponencial y las condiciones de vida de muchos ciudadanos chinos han mejorado de forma evidente. La influencia del gigante asiático ha aumentado por doquier y cada vez es más común contar con la opinión de Beijing para afrontar numerosos asuntos internacionales. Pese a ello, algunos de los problemas denunciados por quienes protestaban en Tiananmen se han agravado, ya nos refiramos a la corrupción o las desigualdades, mientras que otros nuevos, como los trastornos ambientales o el terrorismo, afloran como grandes retos para las autoridades.

Pese a todo, el poder del PCCh parece incuestionable frente a las críticas de pequeños núcleos de disidentes y activistas cuya voz se reprime sin contemplaciones. El doble bálsamo del desarrollo-bienestar modera la insatisfacción de los descontentos, mientras el sueño de culminar la modernización del país aporta un barniz nacionalista que atempera los riesgos de fractura en un momento en que se viven situaciones de inquietud. En todo el mundo avanza la percepción del fin de una época tanto en función del probable declive de la hegemonía occidental como de aquel modelo que tendía a establecer una equivalencia entre el progreso económico y el aumento de los derechos sociales.  

Con tal balance, es difícil comprender por qué las autoridades chinas, que contestan cualquier informe de EEUU a propósito de los derechos humanos, la libertad religiosa o el ciberespionaje, defendiendo a capa y espada los positivos logros alcanzados en cuanto se le pretenda afear, no hagan una reivindicación de su acierto a la hora de gestionar aquella masiva protesta. Según el discurso oficial, la decisión tomada entonces de movilizar al ejército para reprimir a los concentrados en la plaza evitó una crisis política de envergadura que llevaría a China por la nefasta senda seguida por los países del socialismo real, muchos de ellos en eterna zozobra desde entonces, con economías venidas a menos, democracias débiles cuestionadas y retrocesos sociales de escándalo. No faltarían incluso matanzas que imputar al mundo occidental, aunque, como a ellos, no nos guste recordar nuestros propios errores o nos erijamos en jueces inapelables de la conciencia universal.

Precisamente, con un balance tan “positivo” de los últimos 25 años del proceso de reforma, solo la mala conciencia puede explicar que aquellos hechos trágicos se quieran sepultar con toneladas de silencio en vez de honrar la memoria de las víctimas, primer paso indispensable para una reconciliación necesaria. Pero por el momento tendremos que seguir esperando el día en que así se haga.