El congreso que el Partido Comunista de China (PCCh) celebra estos días en Beijing se desarrolla bajo el signo de la definición de los contornos de un nuevo consenso. Cabe recordar que junto al gradualismo o la experimentación, el consenso ha sido siempre un valor esencial en la reforma china. Tras la dramática experiencia vivida durante la Revolución Cultural (1966-1976), a la que el primer ministro Wen Jiabao se refería en marzo pasado para anticipar la defenestración de Bo Xilai, el riesgo de división interna es la mayor de las amenazas políticas que el PCCh se esfuerza por evitar. No obstante, ello obliga a aplicar un tesón especial en la búsqueda del acuerdo, privilegiando más la consulta que el sufragio como norma de decisión, especialmente en un contexto marcado por la ausencia de liderazgos carismáticos, un hecho por otra parte positivo ya que fortalece la institucionalidad.
En este congreso, la magnitud de los desafíos que encara el PCCh, ha obligado a reverdecer el valor del consenso. Tras los experimentos, en buena medida opuestos, llevados a cabo en Chongqing y Guangdong, el PCCh intentará sintetizar las fortalezas de ambos. La caída de Bo Xilai no desautoriza la búsqueda de una mayor equidad o de virtud en el ejercicio del poder; por el contrario, acentúa la urgencia de plasmar medidas en ambas aspectos so pena de agravar la pérdida de credibilidad y la subsiguiente irritabilidad de una ciudadanía con capacidad creciente para crear opinión. Por otra parte, el improbable ingreso en el Comité Permanente del Buró Político de Wang Yang, jefe del partido en Guangdong, donde ha liderado otras respuestas a idénticos desafíos pero más en línea con un reformismo activo, revelaría ese empeño por centrar de nuevo la agenda.
El consenso tiene dos manifestaciones principales. Una primera se refiere a la elección de las elites dirigentes e incorpora como soporte principal la aquiescencia de las diferentes facciones. La opacidad que caracteriza este proceso, incluso para la propia militancia del PCCh, constituye una de sus principales fragilidades y acostumbra a ser reflejo de un nepotismo que amenaza la estabilidad institucional china. Tal situación, por otra parte, lamina el poder de un secretario general reducido a la condición de mero gestor de los equilibrios y hacedor permanente del acuerdo, limitándole en su capacidad de liderazgo transgresor. Este ha sido en buena medida el tono del mandato de Hu Jintao que ahora finaliza, nunca señalado como núcleo de su generación, hasta el punto de transmitir la sensación de que la suya ha sido una década perdida al primar el temple de los contrapesos y equilibrios frente a las urgencias que conminaban a desterrar el inmovilismo. La conciliación de intereses contradictorios elude el conflicto pero retrasa y modera las soluciones de los grandes problemas, desmintiendo así la hipotética ventaja de un partido único como garante de una mal entendida mayor eficiencia.
La segunda manifestación incide en la definición de la agenda para la próxima década. En ella sobresalen los objetivos de crecimiento económico y estabilidad en un contexto que, a diferencia del pasado, puede no facilitar el advenimiento de los milagros de dos dígitos que han permitido una mejora moderada del nivel de vida. La sociedad china ha cambiado. Su dinamismo, la creciente intolerancia de la desigualdad o la corrupción, el descontento con la censura y la disconformidad con el asimétrico impacto de las dificultades económicas, transmite una inquietud que sitúa el poder ante la hipótesis del surgimiento de disidencias organizadas si no logra atajar el nerviosismo reinante. Por otra parte, el debate sugerido sobre la dimensión del sector público, la supresión de los monopolios en sectores estratégicos o las complicidades patrimoniales y de todo tipo en el entorno de las oligarquías, cuestionan seriamente la pertinencia del modelo y aumenta las presiones para operar un cambio que satisfaga tanto a populistas como a elitistas.
El PCCh parece consciente del agravamiento de su crisis de legitimidad y de la insuficiencia del crecimiento como vacuna. La sociedad china no parece conformarse con la mejora del PIB y reclama menos corrupción y más reformas que garanticen una representatividad adecuada del sistema político. Pese a la fortaleza del PCCh, infravalorar el descontento y refugiarse en el inmovilismo puede conducir el país al colapso. La fragilidad de la relación entre el poder político y la sociedad anticipa una línea de fractura.
La regularidad del relevo en la cúpula dirigente y el consenso como norma de funcionamiento forman parte de una institucionalidad que supone un avance respecto a tiempos convulsos del pasado reciente, pero no acaba de disipar las dudas estratégicas respecto al futuro del PCCh. Este congreso debiera anticipar las respuestas precisas para una renovación de su legitimidad pero lo más probable es que nos reitere aumentados los interrogantes.