La República Popular China ha celebrado por todo lo alto el sexagésimo aniversario de su fundación. Casi dos semanas después, las imágenes del desfile militar (y del desfile cívico o de la ceremonia nocturna en menor medida) inundan aún las pantallas de los televisores en viviendas, autobuses o en el metro. Nadie puede sustraerse ahora a una celebración que, paradójicamente, se ha tenido que vivir a distancia dado el rigor de las medidas de seguridad y la planificación milimétrica y cuadriculada de todas y cada una de sus secuencias, reservando un único espacio de espontaneidad desorganizada, al parecer, para la comunicación con la prensa extranjera.
Frente al protagonismo formal y previsible de Hu Jintao, tres han sido los grandes protagonistas del evento: Mao Zedong, Jiang Zemin y Qiao Shi. Ciertamente, Mao, cercano ya al arquetipo del nuevo dios presentado por la propaganda clásica, ha sido objeto de un renacido culto a la personalidad, poniendo una vez más de manifiesto lo sesgado de la desmaoización propiciada por la política de reforma y apertura. En tiempos de dificultades (económicas, sociales y políticas) nada mejor que recurrir al mito fundacional para reivindicar la solidaridad y encauzar las tensiones (étnicas y sociales, fundamentalmente) que se propagan por el país, exaltando la importancia de la unidad para culminar el proceso de revitalización. Nunca imaginaría Mao que sus adversarios ideológicos y seguidores del denostado “camino capitalista” se desvivirían tanto por encumbrar su figura en un ejercicio de adulación interesada tan exhaustivo como sorprendente.
El segundo protagonista ha sido Jiang Zemin, presente en la tribuna de Tiananmen, cuya repetida imagen en la retransmisión de la CCTV ha recordado a todos la persistencia de una influencia que pudiera visibilizarse de forma clara en los próximos meses y años, en el curso de la lucha entre bastidores que debe asegurarle un continuador. Si Jiang Zemin, presunto padre del interclasismo chino (la teoría de la triple representatividad) logró en estos años encorsetar el mandato de Hu Jintao, su sucesor pero designado por Deng Xiaoping y no por él, espera ahora condicionar el futuro de la China post-2012 asegurando que el sucesor de Hu sea un afín que asuma la preservación de su débil legado construido a partir de las ruinas de 1989 y el golpe de estado palaciano que le arribó al poder supremo. Pese a ello, Jiang, como se ha visto en el desfile del primero de octubre, pasando por alto las discutidas y marginadas figuras de Hua Guofeng, Hu Yaobang o Zhao Ziyang, todos ellos también secretarios generales del PCCh, sueña con una equiparación con Mao o Deng Xiaoping, que le asegure un puesto en la Historia con mayúscula de la China contemporánea.
El tercer personaje a tener en cuenta es Qiao Shi, el gran ausente en la tribuna. Ciertamente, allí comparecieron la práctica totalidad de los dirigentes de la tercera y cuarta generación, salvo él. Esa ausencia, que no se ha debido a motivos de salud, evidencia su distanciamiento del curso de la China actual. Qiao ha sido uno de los mayores defensores de la separación entre el Partido y el Estado y durante su mandato al frente de la Asamblea Popular Nacional promovió el concepto del Estado de derecho socialista y el sometimiento de la acción de gobierno al imperio de la ley. La terminología ha sobrevivido, pero su práctica ha sido totalmente ignorada, experimentando un claro retroceso. Esa falta de sintonía es un dato ilustrativo más que hace dudar de la sinceridad del proceso de democratización en curso, junto a otros elementos que evidencian que las palabras no se corresponden con los hechos (más censura que nunca en Internet, más presión que nunca a los disidentes, etc.).
¿Qué ha reivindicado China este primero de octubre? Su renovado poder militar, su cohesión nacional y el resurgir de su civilización. En su discurso, Hu Jintao ha reivindicado la procedencia de la autopromoción del PCCh, del socialismo y del marxismo, asegurando que en ellos radican las claves de la culminación con éxito del proceso chino. No obstante, los signos de la crisis, de ideas y de proyecto, amenazan con erosionar la aparente fortaleza de una imponente estructura que hoy milita en la gestión pura y dura de lo cotidiano y a gran distancia de las conjeturas idealistas de unos antecesores que hacían de la ética una forma de vida.
Mientras, la agencia Xinhua informaba de que 421.000 chinos nacidos en estos días han adoptado como nombre Guoqing, que significa, ni más ni menos, que “día nacional”. El patriotismo quizás pueda cohesionar China. Eso espera hoy día el PCCh, mientras batalla contra el tiempo, asumiendo el riesgo de un agravamiento incontenible de las tensiones nacionalistas internas.