Al actual presidente chino Xi Jinping se le ha atribuido la ambición de convertirse en un nuevo Mao. Ello se explica por un inusual renacer del culto a la personalidad o por el afán de concentrar el máximo poder en sus manos en detrimento de la colegialidad posmaoísta. Desde que fue elegido secretario general del Partido Comunista, Xi Jinping se cuidó de dejar claro que su condición al frente del Partido, interpretado por algunos como una victoria sobre un rival (Bo Xilai) que había echado mano de cierta retórica del Gran Timonel para hacerse popular, apelaría a algunos conceptos asociados al maoísmo como la “línea de masas” para lograr la revitalización del Partido. Xi no es maoísta, al igual que ninguno de los dirigentes chinos desde 1978 en adelante pero, como todos ellos, sabe que no puede prescindir de dicho ideario porque en él radica buena parte de su legitimidad.
El aserto más importante de Xi en este aspecto es la afirmación de un hilo de continuidad entre el maoísmo y la reforma. Una cosa no niega a la otra, vino a decir, aunque en tantos aspectos las políticas aplicadas en la China Popular antes y después de 1978 sean tan diferentes como la noche y el día. Pero no hay contradicción: son dos fases de un mismo proceso, el de la revitalización de la nación china.
El maoísmo resulta de gran valor y utilidad para el rearme ideológico y la depuración del Partido que pretende Xi. Ha resaltado el espíritu del Mao revolucionario –no el estadista- y reivindicado un Mao más humano (con motivo de su 120 natalicio) cuidando de no alterar el diagnóstico al uso: sus desvíos no opacan sus contribuciones. La lealtad y el nacionalismo también han sido claves evidentes del abordaje de su figura y de utilidad hoy día a un PCCh que reivindica su papel determinante en la modernización de China y su derecho a transitar por una vía propia.
Aunque buena parte de la sociedad china vive ya muy alejada de Mao, su figura sigue formando parte del imaginario del Partido Comunista. El maoísmo cuenta con una base social específica. Y Xi Jinping sabe que cierto nivel de maoísmo, siquiera cosmético, es indispensable para evitar la desafección de una base partidaria que, en un porcentaje estimable, aún comulga con su doctrina.
Muy pocos sueñan con el regreso del maoísmo aunque muchos más valoren algunos ideales de su época. Esa impronta varía mucho de unas generaciones a otras, pero lo que nunca olvidará ningún chino es que, a pesar de sus trágicos errores, Mao puso término a la decadencia del país y sentó las bases de su actual emergencia.