El Estado de derecho asoma en China con una nueva impronta. Claro está que no es la primera vez que esto ocurre y está por ver que se dote de auténtico contenido.
A priori, su invocación como asunto central de la sesión de otoño del Comité Central del PCCh podría mostrarnos un sincero afán de las autoridades por poner coto al abuso de poder, la injusticia, la arbitrariedad y la ausencia de moralidad.
Podríamos interpretar esta apuesta como un nuevo intento de orientar el rumbo de un régimen post-totalitario interponiendo diques contra una evolución más nacionalista y populista, cuya significación estratégica y económica constituye un obstáculo creciente para el avance de la democracia y el derecho.
En tal sentido, las invocaciones formuladas por Xi Jinping en 2012 con motivo del trigésimo aniversario de la vigente Constitución china, a favor de la construcción de un país regido por la ley retumban ahora, dos años después, con el propósito de avanzar en su concreción.
Pero el compromiso auspiciado por el PCCh, señalado como un nuevo episodio de su acción políticamente modernizadora, pudiera no tener tanto que ver con la significación de dicho concepto en nuestro entorno, indisolublemente asociado al reconocimiento de derechos y libertades recogidos en la Constitución, y más con la actualización histórica de aquella doctrina legista que marcó breve pero intensamente la historia china.
No habrá más derechos sino más normativización que, en teoría, obligaría a todos, PCCh incluido, sin que nadie, PCCh incluido, pueda situarse al margen o por encima de la norma. Es un cambio cultural profundo, que lleva años gestándose, pero con límites claros en cuanto a su trascendencia política.
Si el Estado de derecho equivale primeramente a la observancia de la Constitución y la disposición de una jaula de regulaciones, expresión utilizada por el propio Xi, para mantener prisionero el poder, entendiendo la ley como una «cárcel de hierro» para reconceptualizar una burocracia cuya convergencia con los parásitos de la economía y las servidumbres de las redes criminales ha derivado en un sistema con un nivel de putrefacción que la actual campaña contra la corrupción está poniendo de manifiesto, los ciudadanos deberían ver ampliados sus derechos frente a la omnipotencia del Estado-Partido.
Que la formulación partidaria del Estado de derecho avance hacia la instauración del pluralismo político o, más aún, hacia una liquidación del PCCh, está fuera de lugar.
Como mucho, tal como se ha reivindicado en la reciente conmemoración del sexagésimo aniversario de la creación de la Asamblea Popular Nacional, permitiría otorgar más poder a las asambleas populares y más independencia a la justicia.
Del nivel de controversia que suscita el concepto da buena cuenta el hecho de que del tomo oficial de discursos de Xi Jinping, publicado hace escasas semanas, han desaparecido alocuciones tan importantes como las relativas precisamente a su defensa del gobierno del país de acuerdo con la Constitución. Es como si hubieran extirpado un quiste de su cuerpo discursivo, se supone que con su consentimiento ya que en modo alguno dicha ausencia puede atribuirse a un olvido.
En China, los cambios en la terminología no son baladíes y pueden reflejar otro borrón y cuenta nueva que en este caso afectaría al ninguneo del constitucionalismo, considerado por algunos como expresión de una confusión ideológica que puede acabar por destruir el consenso interno basado en la inalterabilidad sustancial del sistema.
El reforzamiento del control ideológico, de la mano de Liu Yunshan y su campaña de la «línea de masas», constituye precisamente uno de los rasgos sobresalientes del mandato de Xi Jinping, que claramente contrasta con el sesgo liberal de las reformas económicas en curso.
Cualquier vocablo que huela a reforma política es objeto de mil miradas escrupulosas. El Estado de derecho solo puede suscitar consenso si la construcción de un país regido por la ley no prescinde del monopolio político del PCCh y da alas a un neolegismo que permite reforzar la autoridad del Estado-Partido y no tanto ampliar los derechos de los ciudadanos. Esta es la idea central.
Ello podría no chirriar tanto en una sociedad que nunca puso en primer plano las preocupaciones por la libertad individual sino que ha sido acostumbrada a razonar en términos de armonía social. En la política china siempre ha primado el objetivo de la estabilidad aunque para ello fuera necesario el sometimiento de la voluntad común.
Pero los tiempos cambian y podría no ser tan fácil ahora con una sociedad que ha experimentado una profunda transformación en las últimas décadas y que vivirá en los próximos años un acelerado cambio en paralelo a la instauración de ese nuevo modelo de desarrollo que, entre otros, debe asentar la tantas veces mitificada clase media.
En su tradición, como nos recuerda Levi, el legismo, escuela filosófica china de los siglos V al III a.n.e., se configuró como un sistema autoritario y represivo al servicio del Estado y sus autoridades, poniendo en marcha un mecanismo basado en la delación, la vigilancia y la responsabilidad colectiva. Hoy facilitaría una aparente modernización de la institucionalidad, alejándose de las señas de identidad totalitarias del maoísmo pero sin abrazar la senda de los países desarrollados de Occidente.