Cuando Mao proclamó en 1949 la Nueva China, esta adoptó la fórmula del Partido-Estado. Solo en el postmaoísmo, la separación entre el Estado y el Partido fue una de las cuestiones centrales en el debate sobre la reforma política en China. La delimitación precisa de las atribuciones conferidas al Partido y a la administración gubernamental fue objeto de gran atención en los años previos a la crisis de Tiananmen, durante el mandato de Zhao Ziyang. El Partido era conminado a actuar dentro de los marcos de la Constitución y de las leyes y ejerciendo su dirección convirtiendo sus postulados en voluntad del Estado no solo evitando anularlo sino poniéndolo en valor. En la misma línea, para acabar con la falta de distinción entre el Partido y el Gobierno se propuso la cancelación de los grupos dirigentes a través de los cuales el Partido ejecutaba su política en los diversos departamentos. Asimismo, en la lucha contra la corrupción se postulaba la separación efectiva del control disciplinario interno del control gubernamental.
Desde entonces, ese discurso ha sufrido muchos altibajos. Durante los mandatos de Jiang Zemin y Hu Jintao, al asociarse tal enfoque con la figura caída en desgracia de Zhao, por los sucesos de Tiananmen, las medidas prácticas se disiparon y aquel énfasis, aunque latente en los sectores más reformistas, pasó a mejor vida.
La política de Xi Jinping en este aspecto ha primado en su primer mandato el proceso inverso, es decir, una repartidirización acusada de las instancias gubernamentales, multiplicando por doquier los llamados grupos dirigentes que se afanaron por institucionalizar el control absoluto de las decisiones administrativas y su ejecución. Todo ello ha derivado en un debilitamiento de la reducidísima autonomía del Estado mientras el Partido ha ganado terreno en todas las áreas, desde la economía a la seguridad. El mejor reflejo de esta situación es la merma del poder del primer ministro Li Keqiang.
Dicho proceso parece haber tocado techo. En las modificaciones constitucionales aprobadas por el Parlamento chino en marzo destaca la creación de la Comisión Nacional de Supervisión con un rango formal idéntico al Consejo de Estado, lo cual le confiere un estatus similar al Yuan de Control de la primera etapa republicana. Esta Comisión, centrada en la lucha contra la corrupción, se superpone a la comisión de disciplina del Partido compartiendo procedimientos y medios pero acentuando un perfil institucional específico.
Otro dato relevante es la elección para la vicepresidencia del Estado de Wang Qishan, firme aliado de Xi. Jubilado por razones de edad en el XIX congreso de octubre último, fue anormalmente rescatado para desempeñar un cargo que hasta entonces había sido básicamente honorífico. Al parecer, Wang asumirá la dirección absoluta de la política exterior china al frente de un complejo entramado que refleja la preocupación por las crecientes tensiones internacionales. No formando parte del sanedrín de siete miembros del Comité Permanente del Buró Político ni tampoco del Comité Central, Wang le va a conferir a su estatus vicepresidencial una dimensión de facto de número 2 que pugnará seriamente con la posición del tradicional número dos del Partido, el eclipsado primer ministro Li Keqiang, al punto de invertir las respectivas posiciones. La inusual fórmula que dirige la China de hoy es “7+1”.
El énfasis en el primer decreto presidencial dictado para nombrar a Li como candidato a primer ministro del país, marcando así los ritmos y tiempos de un procedimiento hasta ahora inédito, o la reiteración de ceremonias de juramento de lealtad a la Constitución, norma fundamental del Estado que no del Partido aunque refleje su exclusiva voluntad, son fenómenos que sugieren una nueva lectura de la importancia de la Carta Magna en el orden institucional chino, tradicionalmente secundaria. Quizá sea pronto para hablar de un “neoconstitucionalismo”, pero es evidente que el papel de la Constitución se va a resaltar más de ahora en adelante, en línea con la promoción de un Estado de derecho que necesita fundamentar la estabilidad en la obediencia cívica a una ley hecha a medida.
Xi necesita que reaparezca el Estado, pero no para recuperar el signo del debate de los años ochenta sino para justificar el estatus de su vicepresidente. En lo demás, cabe reservarle una función simbólica, acorde con la trayectoria de su primer mandato. La reafirmación del Partido como actor determinante supedita el Estado, con servidores, estructuras y procedimientos, a sus exigencias y necesidades.