En China, la lucha por la sucesión es la manifestación de la disputa política interna y una marca de la dinámica del poder. La distinción entre intereses no acostumbra a ser fácil, pues atiende a aspectos ideológicos, instrumentales y de coyuntura. La geometría de la balanza de poderes y el peso e influencia de cada una de las fuerzas en contienda contribuye a delimitar las expectativas de cada cual. Y cíclicamente, cada cinco años, los procesos sucesorios que convergen en los congresos crean oportunidades para la redistribución del poder.
La ecuación resultante es la consecuencia de los equilibrios entre los procesos formales e informales, a menudo caracterizados por su fragilidad. Esta no ha hecho más que aumentar en los últimos tiempos ya que cada generación dispone de una menor capacidad de maniobra al agrandarse el núcleo de actores con capacidad de intervención directa en la conducción política. Los nuevos líderes no poseen ni la popularidad ni bases tan sólidas de poder como sus antecesores (quienes tenían carisma, pasado revolucionario y red de relaciones como principales argumentos de su liderazgo), caracterizándose por profesar un discurso pragmático y un utilitarismo ideológico que fijan el mínimo denominador en torno al cual se articula el papel y la posición del PCCh.
Los procesos de decisión están condicionados por la complejidad de las redes de comunicación, la existencia de una multiplicidad de canales informales y la volatilidad del juego político, con facciones dentro del Partido que deben congeniar su maquiavelismo con el secretismo que rodea todo el sistema de poder.
Las facciones se articulan con base en lazos informales construidos a partir de interdependencias personales. En su concreción influyen factores geográficos o profesionales, intereses de seguridad o de protección, pero también ideologías y políticas. Estas facciones son el instrumento privilegiado de los núcleos de poder informal, funcionan de forma subterránea o no visible y se vertebran con base en la lealtad personal. Todo este entramado de poder informal alimenta el carácter conspirativo de la dinámica política interna y pone de manifiesto de forma reiterada la tensión subversiva que pugna con unas reglas institucionales que tratan de afianzarse.
Precisamente, en aras de reducir los riesgos de estos procesos, el sistema ha procurado mecanismos más burocratizados, afianzando una concepción más institucional del ejercicio del poder en detrimento del poder personal y en pos de un liderazgo colectivo que debe progresar en todos los escalones del poder. La habilitación de instituciones formales y la regularización de los procesos devienen en una obsesión que aspira a reducir las ambigüedades y las contradicciones. Los nuevos liderazgos suplen así la falta de autoridad suficiente para contornar las instituciones y las reglas con la soltura con que hacían los viejos dirigentes en virtud de una práctica por muchos asociada a un paternalismo que de lejos viene connotando la cultura política china.
Toda esta mutación sugiere una redefinición del poder del Partido, pero no necesariamente su disminución como nos viene demostrando desde los años ochenta la experiencia de la democracia campesina. Por el contrario, debe procurar mantener y reforzar la autoridad en los planos interno y externo, concediendo mayor importancia al imperio por la ley (diferente del imperio de la ley) como componente normativa que formaliza un marco legal orientado a institucionalizar el poder exclusivo del PCCh. Ello debe desembocar en una autoridad institucionalizada frente a la situación anterior de una autoridad personalizada.
El principal objetivo es la supervivencia política y la continuidad del modelo a pesar de los ajustes. El problema esencial radica en modernizar la economía y afirmarse en el entorno global apoyándose en un discurso nacionalista y en un ejército moderno, sin que la legitimidad del PCCh, entendido como el Estado del Estado, se ponga en cuestión. Dicho proceso ambiciona lograr mantener el poder lo más intacto posible en un escenario de cambio constante e inevitable basándose en el perfeccionamiento de los procedimientos burocráticos. Buen ejemplo de ello es el olvidado debate introducido por la Constitución de 1982 acerca de la separación entre Estado y Partido, reducido a un ejercicio apenas semántico y retórico, mientras gana terreno el convencimiento de que cualquier reforma debe reforzar y no debilitar esa relación.
Si en la China de hoy la cuestión central es la base del poder más que la ideología o la forma del poder, el nuevo liderazgo debe resultar de un juego de suma variable que ante las contradicciones de las luchas entre facciones y la ausencia de liderazgos carismáticos sea capaz de afirmar una autoridad reconocida por todos para dirimir las disputas internas y para imponer sus estrategias en un contexto sociológicamente cambiante. Su viabilidad se complementa con un modelo organizativo de tipo leninista que aun representa la llave de la estabilidad del sistema y con un magma ideológico basado en la recuperación de un nacionalismo afirmativo capaz de alentar el orgullo patriótico y aglutinar una idea colectiva de país.
Falta saber si tan complejo tránsito es suficiente para conjurar las tres grandes crisis de confianza que amenazan el sistema: en el socialismo que dicen profesar, en el Partido que procuran reafirmar y en el futuro de la nación que aseguran garantizar.