Con el estallido de la epidemia del nuevo coronavirus en China, a menudo se evoca la comparación con el SARS de 2002-2003: desde el nivel de mortandad, la velocidad de propagación, el nivel de transparencia aplicado, el coste económico, las repercusiones mundiales, etc.
El balance final del SARS fue de casi 800 muertos y 8.000 infectados en todo el mundo. Las pérdidas provocadas en China por la epidemia se cuantificaron en unos tres puntos del crecimiento del PIB en el segundo trimestre de 2003 y en torno a un 2 por ciento del PIB en el conjunto del ejercicio. En aquel entonces, China era la sexta potencia económica del mundo y su relevancia en el comercio global discurría en paralelo.
Aunque guarde similitudes, la realidad actual es otra. Aquellos números pueden quedarse cortos ante una epidemia como la que se está viviendo. China, en verdad, dispone de más medios y, sobre todo, mantiene, pese a las lagunas, una actitud más abierta y cooperativa con el resto del mundo. La envergadura de esta crisis ha impuesto una reacción draconiana a una escala solo equiparable a las dimensiones del planeta chino. Y los costes, a todos los niveles, se aventuran proporcionales.
En lo político, también hay matices significativos. El reparto de papeles acordado en las alturas atribuyó al primer ministro Li Keqiang la jefatura del pequeño grupo dirigente encargado de lidiar con la crisis. Dos días después, Li visitó su epicentro, Wuhan. En el episodio del SARS, el entonces primer ministro Wen Jiabao hizo lo propio. El Consejo de Estado asume la gestión de la respuesta mientras el Partido se mantiene en una posición de vanguardia activa. Hay jerarquía en ese proceder.
Pero la China de hoy, también en lo político, es bastante diferente a la de 2002-03, como igualmente lo era el tándem Hu Jintao-Wen Jiabao, entonces iniciando mandato, con una afinidad hoy no reconocible en el dúo Xi Jinping-Li Keqiang. Dado el enorme protagonismo de Xi en la política china reciente, efectivo hasta la anulación abrumadora de cualquier otro dirigente, muchos esperaban que diera un paso al frente, conocedores también de su querencia por presidir personalmente todos los comités habidos y por haber. Pero de entrada, Xi optó por mantener un perfil bajo, con una ausencia que sorprendió tanto como ahora sorprenden los despachos oficiales que obvian clamorosamente las alusiones al primer ministro. Li, por el contrario, pareció asumir en conciencia la magnitud del problema y de la imposibilidad china para atajarlo por sí sola. Sin complejos, apeló a la UE y a la ayuda internacional. La ausencia inicial de Xi, que ahora los medios parecen querer solventar ignorando a Li, contrasta vivamente con la actitud en su día de Hu Jintao.
¿Aviva el coronavirus las tensiones internas? Se diría que no es el momento, ni siquiera de especular con ello… El SARS ofreció a Hu Jintao la posibilidad de librarse de la insidiosa tutela de su predecesor Jiang Zemin, abriendo paso a que al año siguiente abandonara la presidencia de la Comisión Militar Central dejando así en sus manos los principales resortes formales del Estado. Hu, valedor político de Li Keqiang, reveló entonces otra forma de abordar la crisis, más abierta y transparente, también más cercana. Xi, en el tramo final de su segundo que no necesariamente último mandato, hace tiempo que tiene todo el mando en sus manos, hasta el punto de poder hacer depender el balance futuro de Li de su éxito o fracaso en la lucha contra el coronavirus.
Una cosa es segura: el “gobierno de la información” se encargará finalmente de enaltecer de nuevo a Xi mientras todo el peso de la ley recaerá sobre esas autoridades locales que hoy son el blanco favorito de una indignada población. Pero para quienes sobrevivan a esta dramática experiencia, probablemente habrá aureolas que por más lustre que le den, nunca volverán a brillar como lo hacían.