Sabemos lo que ha dado de si la reforma china en las tres décadas transcurridas: una muy elevada tasa de crecimiento que ha multiplicado por más de cuatro la riqueza del país, profundas alteraciones sociales que han puesto fin a la tradicional monotonía maoísta, un acusado empuje a las tensiones ambientales con elevadísimos costes que empiezan a pasar factura, una resistencia cuando menos sorprendente del modelo político que ha sorteado en buena medida incólume las presiones internas y externas sugeridas por el supuesto fin de las ideologías que siguió a la disolución de la URSS, la activación de un nacionalismo moderado pero siempre a flor de piel, y una proyección internacional que confirma la irreversibilidad de su emergencia.
Una de las principales características esenciales de la reforma china, que estos días celebra su treinta aniversario, es su profundo sentido estratégico. La ambición de la modernización convive, de siempre, con perspectivas de largo plazo, conscientes de que su punto de partida presenta enormes carencias y que solo una acción sostenida puede permitir el logro de avances y transformaciones significativas. En ese proceso, no siempre las rutas han estado definidas en detalle desde el principio, aunque sí sus fronteras. Si en 1978, por ejemplo, se trataba de «tomar la economía planificada como factor preponderante y la función reguladora del mercado como auxilio», en 1984 se hablaba ya de construir una «economía mercantil planificada socialista», y en 1992 de instaurar «un sistema de economía de mercado socialista». Los juegos semánticos incorporan una dimensión evolutiva que tiene en cuenta el balance de una experimentación genuina como instrumento clave para ratificar la idoneidad de las políticas diseñadas y la subsiguiente pérdida de los miedos ideológicos de los promotores del cambio.
Siguiendo esta senda, cuando transcurran otros treinta años más, China será, sin lugar a dudas, una potencia global. La fuerza de su economía, que se verá ya sensiblemente ampliada cuando la presente crisis se haya superado y apliquemos los debidos correctores a las mayores economías del mundo, con los frentes internos, en lo social y territorial, sensiblemente mejorados, presentarán el rostro de un país con niveles de modernidad en amplias franjas de su territorio comparables a los hoy vigentes en las economías más desarrolladas. Las exigencias ambientales y tecnológicas habrán ganado peso en el modelo y la reducción de sus fragilidades estructurales nos ofrecerá la imagen de un país más acoplado y cohesionado internamente, aunque en niveles que justificarán aún la permanencia de este asunto en la agenda.
China intensificará en los próximos lustros el proceso de modernización de su defensa, con especial atención a la Armada y las nuevas tecnologías en comunicaciones y misiles, pero esta no será su principal carta de presentación en el exterior. La economía seguirá pesando lo suyo, con una nueva expresión de los equilibrios en relación al creciente peso del mercado interno pero con la gran novedad centrada en su rehabilitación en el orden científico y explorador, dando un fuerte impulso a su programa espacial. Con el, China volverá a la gran aventura de las exploraciones, cerrando el ciclo histórico de inhibición voluntaria, abierto en el siglo XV al cesar abruptamente las expediciones marítimas del almirante Zheng He. Será otra forma de poner coto a su declive secular y de rehabilitar a la nación china en el seno de las civilizaciones más avanzadas, cercenando el dominio exclusivo de aquel Occidente que impulsó la modernidad a raíz de los grandes descubrimientos marítimos.
En el orden político, China seguirá usufructuando su singularidad cultural, demográfica y civilizatoria, abriendo espacios, lentamente, a la participación y la autonomía individual, sin dejar de exaltar las virtudes de la burocracia confuciana y del régimen de monopolio que asegure el predominio sin concesiones de un Partido cuya adscripción formal comunista coexistirá aún con una progresiva y acentuada alteración de su base social y militante. Las muestras de flexibilidad se reservarán para un Taiwán más cercano, pero igual de distante que hoy en lo político, ámbito en el cual las relaciones seguirán moviéndose en aguas profundas a la espera de cambios sustanciales en el continente. La insistencia en la defensa de la soberanía nacional será su fuerte, el reducido empeño en acelerar el paso de una democratización efectiva (especialmente en el orden de la separación Estado-Partido) su mayor debilidad, que seguirá edulcorándose con nuevas campañas contra la corrupción, quizás la mayor de las inquietudes sociales.
En el mundo, la apuesta por la multipolaridad habrá dado sus frutos, atando en corto a EEUU y otras potencias occidentales, así como fomentando los vínculos con aquellas realidades del mundo en desarrollo con quienes puede establecer alianzas de mutuo interés. No habrá el menor atisbo de mesianismo en su proyecto, pero tampoco aceptará el mesianismo de otros, sea o no bienintencionado. Más segura de si misma, con las rivalidades bajo control, China seguirá evitando el conflicto directo institucionalizando los marcos de diálogo con los principales países y regiones, pero sin dejar de perseguir sus propios intereses allá donde se encuentren, moderando su hipotética agresividad mostrando actitudes de cooperación con la comunidad internacional que refuercen su imagen de país responsable.
La China de 2040, con sesenta años de reforma y apertura a cuestas, habrá recuperado, en buena medida, una posición central en el sistema internacional. Ese objetivo, clave en el proceso actual, es el mayor catalizador de todas sus energías. Una vez logrado, los problemas serán de otro signo, y no cabe descartar que más serios si se postergan sine die la reformas que pueden evitar un bloqueo del sistema político.