La inauguración del año político en China ha venido acompañada, como es habitual, del informe que el primer ministro realiza ante la Asamblea Popular Nacional. Li Keqiang avanzó tres cifras en su discurso reveladoras del tiempo que vive el país. La primera se refiere al objetivo de crecimiento: 7,5%. Detrás de ella (y sus complementos en materia de inflación, déficit fiscal, creación de empleo o del comercio exterior), existe la convicción de que si bien su gobierno encara muchas dificultades, en parte evidentes en la fluctuación constatada en algunos indicadores en los últimos meses, China no está al borde de un aterrizaje duro y ni siquiera en crisis, al menos en el sentido que se vive en las economías más desarrolladas y en otras economías emergentes. Por el contrario, China afronta una desaceleración programada del crecimiento, que aun así supera en más del doble el promedio de la previsión mundial para 2014, necesaria para operar los ajustes que demanda su estructura productiva. La peor noticia para China probablemente sería volver a un crecimiento de dos dígitos basado en la inversión en infraestructura y en el auge inmobiliario.
Es por lo tanto una cifra que revela tanto optimismo como cautela. Los excesos de capacidad en determinadas áreas, las reformas profundas que aguardan al sector financiero y bancario, tributario y fiscal, la deuda de los gobiernos locales, la modernización de la agricultura para preservar, entre otros, la seguridad alimentaria, la polución, no solo del aire, o el coste socioeconómico y político de la corrupción, alertan de una agenda nada fácil de afrontar. Las respuestas se anticiparon en noviembre, en la Tercera Sesión Plenaria del Comité Central del PCCh: profundización de la reforma en todos los órdenes cuidando de que ello no ponga en peligro los objetivos generales para la presente década: duplicar en 2020 el PIB y el ingreso per cápita en relación a 2010.
La segunda cifra es el 2% del PIB asignado a investigación y desarrollo. En 2011 esta cifra ascendía al 1,4%. China consolida y mejora así este esfuerzo que le confirma en la segunda posición a nivel mundial en términos absolutos, solo por detrás de EEUU. Dicha consignación acredita la seriedad de la apuesta por una economía innovadora, con mayor valor agregado, multiplicando su poder tecnológico, a sabiendas de que en él reside la clave última de una modernización económica que fortalezca en términos cualitativos las capacidades del país.
La tercera cifra es el 12,2% de crecimiento de los gastos en defensa, superior en 1,5% a la previsión del año anterior y la tasa más elevada desde 2011. El aumento de los gastos en defensa se produce en un contexto marcado por el agravamiento de las tensiones regionales, especialmente en los mares de China oriental y meridional, significadamente con Japón, pero igualmente con países del sudeste asiático, como Filipinas, Vietnam, e incluso más recientemente, Malasia. La proporción se sitúa oficialmente en el 1,4 por ciento del PIB –un valor cuestionado- y aun por debajo del 3% de media a nivel mundial.
China justifica este aumento en la necesidad de afrontar sus desafíos marítimos, las disputas territoriales, el terrorismo y hasta para responder a las exigencias de una presencia internacional en este ámbito más destacada. Se puede llegar a comprender que una potencia económica de su magnitud acometa un progresivo reequilibrio de sus necesidades en defensa para blindar su proyecto ante una creciente inestabilidad que refleja en cierta medida tanto el nerviosismo derivado de la intensificación de la competencia estratégica global como una voluntad inocultable de afirmación de sus intereses mayores. Sin embargo, aun estando muy por detrás de EEUU, con quien es inevitable la comparación, en lo inmediato, el dato no ayudará a calmar la ansiedad de sus vecinos, recelosos de su respuesta desafiante a la no menos controvertida política de Washington de atizar los conflictos para legitimar el traslado del 60% de su flota a la región para garantizar la “libertad de navegación”.
Las demostraciones de fuerza de China en este aspecto facilitan el auge del discurso nacionalista en Japón, que a cada paso invoca la amenaza amarilla para justificar su recuperación de la “normalidad” y también la cristalización de la red de alianzas que EEUU propone a los países afectados por disputas con China. Li Keqiang reafirmó la voluntad pacífica de Beijing y el compromiso con el mantenimiento del orden de posguerra, pero esta cifra y su contexto pueden afectar negativamente al desarrollo de ambiciosos proyectos como la Ruta de la Seda marítima, el TLC en negociación en Asia oriental o la creación de la RCEP, si crece la desconfianza.
Cuando este dato se anunció a los medios de comunicación, en Taiwan, el opositor PDP hacía público un informe urgiendo la elevación del gasto en defensa de la isla para alcanzar el 3% del PIB, asegurando que el desequilibrio militar en el Estrecho hará imposible la paz. China no puede cerrar los ojos a esa realidad.