China celebró el pasado octubre el primer centenario de la revolución de Xinhai. Fue en 1911 cuando tardíamente puso fin a siglos de feudalismo, abriendo camino a un nuevo republicanismo que aportaría la modernización pendiente a la nación china. El gigante oriental giró ciento ochenta grados con el objetivo de “aprender de Occidente para salvar a China”, aspiración que venía movilizando las mayores y mejores energías del país desde finales del siglo XIX.
Sin renegar al completo de ella, para la China continental de hoy, la revolución de 1911 se asoció a su rival Kuomintang (KMT), la fuerza nacionalista que vertebró dicho movimiento bajo el liderazgo de Sun Yat-sen. Se comprende así que las celebraciones dispuestas por Pekín hayan tenido un perfil notoriamente bajo. Naturalmente, en Taiwán, con un gobierno continuador y depositario de la República de China fundada entonces, las celebraciones han revestido la dimensión de una gran efeméride. A pesar de tan diferentes intensidades conmemorativas, lo cierto es que la revolución de 1911 y, sobre todo, la propia figura de Sun Yat-sen ofrecen un valioso nexo de unión entre Pekín y Taipei con capacidad para fundamentar claves que afiancen la aproximación en curso desde 2005 entre ambos viejos enemigos y, quizás, para abrir paso a la anhelada –y también controvertida- unificación.
Con independencia de las inevitables lecturas partidarias e ideológicas de este convulso pasado reciente, lo cierto es que el movimiento que se inicia en 1911 es parte de un mismo y dilatado transcurso histórico que tiene una segunda estación en 1949, año del triunfo de Mao sobre el KMT, y otra tercera en 1978, referencia del harakiri del maoísmo a instancias del propio PCCh. Ese extenso y conflictivo proceso revolucionario presenta como denominador común el ansia de la recuperación nacional de China, el fin de las humillaciones extranjeras y el logro de mayores cotas de bienestar.
Hoy día, tan larga transformación está a punto de culminarse. En lo económico, convertida ya en la segunda potencia del planeta y con una proyección global indiscutible, China coquetea con la plena recuperación de la grandeza que exhibió hasta mediados del siglo XIX, cuando llegó a su fin el dominio del comercio mundial que había ejercido durante varios milenios. En lo político, las cosas son más complejas. A la dificultad de encuentro de las dos interpretaciones oficiales del reciente proceso histórico, vigentes a uno y otro lado del estrecho de Taiwán, se unen muchos otros factores, internos y externos, de notable peso que pueden alargar, quizás medio siglo más, una hipotética convergencia. En cualquier caso, conviene advertir, al menos para el continente, que dicha aspiración es un objetivo irrenunciable.
Pero lo más paradójico de lo acontecido en el siglo transcurrido es que la culminación de la hipotética modernización china discurre en paralelo al descrédito interno de Occidente. A las resistencias conocidas respecto a la idoneidad del modelo socio-político se ha unido ahora, en virtud de las incoherencias afloradas por la crisis global, el descrédito de un sistema económico reconocido como paradigma del desarrollo. Dicha circunstancia opera en un contexto que anima la recuperación de sus claves culturales más profundas, obviando aquella equiparación inicial entre decadencia y confucianismo y promoviendo la fórmula de progreso con identidad como clave superadora de las autoflagelaciones y los contenciosos ideológicos del pasado. El alcance de la modernización pone fin a la fe ciega de otrora en la occidentalización como requisito para avanzar.
Por el contrario, si ha echado raíces profundas una ideología nacionalista prácticamente desconocida en la China imperial y ajena a una tradición cultural basada en el esplendor indiscutible del Imperio. El nacionalismo se ha ido fortaleciendo en este siglo de forma paulatina como resultado inevitable de un doble proceso. En primer lugar, la conflictiva relación con Occidente a raíz de sus intentos de limitar la soberanía china o de condicionar su reemergencia. En segundo lugar, ante la necesidad de construir un discurso aglutinador de un universo chino fragmentado, superador de los vacíos ideológicos del presente pero igualmente capaz de justificar duros sacrificios en aras de culminar el horizonte estratégico de la modernización.
Esta última clave explica movimientos telúricos de enorme alcance e inimaginables hace solo pocas décadas. El fomento activo del confucianismo por parte del Partido Comunista en el continente o la también reciente –y un tanto trasnochada- legalización de la propaganda comunista en Taiwán, por ejemplo, no solo ilustra el acercamiento que se ha venido operando desde 2005 entre ambos contendientes sino que alargan las bases para definir una nueva identidad compartida. ¿Alcanzará también dicho proceso a la aceptación común de la democracia reivindicada por Sun Yat-sen como uno de los tres principios del pueblo?
A partir de 1949, el mundo chino deambuló por dos caminos diferentes compartiendo el mismo objetivo de alcanzar la modernización y el desarrollo. Pudiera decirse que con todas sus contradicciones y desmanes, los dos han conducido a la meta, algo realmente inédito. La yuxtaposición de las respectivas experiencias y la actualización del acervo histórico-cultural constituyen las nuevas señas de identidad de una China que recupera la autoestima desaprendiendo de Occidente.