Si tuviéramos que ordenar jerárquicamente las máximas estructuras del poder formal en China esta sería la secuencia: presidencia de la Comisión Militar Central, secretaría general del Partido Comunista y presidencia de China. ¿Por qué entonces tanto empeño en revisar ahora la Constitución para alterar el límite de los dos mandatos cuando la presidencia del país es el cargo menos relevante de los tres? Dos consideraciones cabría hacer al respecto. Primero, se trata de una nueva expresión del inmenso poder acumulado por Xi, aunque para su plasmación debió esforzarse, con dos plenos del Comité Central convocados con escaso margen de distancia y anuncios demorados por temor a las reservas internas. Segundo, la supresión de esa regla es una forma oblicua de eliminar el límite de dos mandatos para ejercer la secretaría general del Partido, una barrera que formalmente no existe tampoco en la Comisión Militar Central.
De los argumentos esgrimidos para esta controvertida revisión constitucional, el más precario es el referido al momento inicial de las políticas implementadas por Xi desde 2012 que exigirían su presencia más tiempo de lo habitual para garantizar su efectiva aplicación. Aun reconociendo la dificultad de la tarea, de ello podría deducirse que aquellas no contarían con el entusiasmo militante, quizá lastrado por el temor generado por las nuevas ínfulas contra la corrupción y el desconcierto a que aboca una centralización del poder que anula la autonomía e iniciativa características de la época precedente. Cabe señalar que cuando Deng Xiaoping, a finales de los setenta, puso en marcha su política de reforma y apertura, le bastó en lo esencial conducirse entre bastidores para asegurarse la implicación activa del PCCh en lograr el éxito del nuevo rumbo trazado en la China posmaoísta. A Xi Jinping también le hubiera bastado reservarse el puesto de presidente de la Comisión Militar Central, como retuvo Jiang Zemin, para evidenciar su autoridad última. Fue precisamente Jiang Zemin, a raíz de la crisis de Tiananmen en 1989, quien inauguró esa convergencia de la trinidad del poder chino en una sola persona a fin de minimizar los peligros derivados de la división de criterios en la cúpula. Xi le añade ahora un controvertido plus.
La presidencia china es una institución de larga data. La Constitución de 1954, basada en la de Stalin de 1952, ya contemplaba esta figura, una previsión que la diferenciaba de la soviética. No obstante, su valor, como el de la propia Constitución, se remite a la esfera de lo simbólico. Este cambio constitucional aportaría, no obstante, un matiz cualitativo relevante. Xi, desde el inicio de su mandato, ha enfatizado el papel de la Constitución como norma suprema en línea con su invocación del Estado de derecho y el imperio de la ley. Pudiera que lejos de representar una mera formalidad aunque con alcance en otros planos del poder, simbolice una nueva lectura de la presidencia que tendría consecuencias igualmente en la vicepresidencia del Estado. Un peso pesado en la vicepresidencia podría convertirle en el segundo de facto en la jerarquía estableciendo un rango paralelo y superpuesto al establecido por el Comité Permanente del Buró Político, hoy por hoy, el sanedrín determinante en el sistema político chino. Todo el sistema protonormativo sucesorio (edad máxima, designación cruzada, consenso…) estaría en cuestión, con efectos también en el orden territorial y sectorial a modo de imitación.
Lo paradójico de esta situación es que a la vez que se insiste en perseverar en la singularidad diferenciadora china, en la práctica se está operando una homologación con los formatos políticos occidentales. Para Xi no es de agrado presentarse ante ningún líder mundial con el sambenito de una dirección colegiada que le limita. Él manda como cualquier presidente de cualquier país fuerte del mundo. O más. De igual forma que la institucionalización de numerosos grupos dirigentes en las más variadas materias le ha servido para sacudirse el corsé formal de las estructuras ordinarias del Partido, la presidencia podría revelarse otro instrumento en la misma línea, para realzar su poder y librarle de contrapesos.
Sin el complemento de los atributos de control y en un contexto de divinización de su figura, esta nueva pirueta acrecienta los temores de que un incremento sustancial del poder unipersonal no redunde en una mejora de la gobernanza, bandera retórica del propio Xi desde su llegada al poder.