El sueño chino abruma con su presencia en el cosmos actual de la política china. No obstante, le cuesta “explicarse” en el exterior. Sobre él pesa como una losa la comparación con el sueño americano, cuya primera acepción le situaría como una mala copia, carente de originalidad (al igual que acontece con la retórica de la “primera dama” en un doble esfuerzo semántico de equiparación con Washington). Probablemente, en el exterior, expresiones como la “sociedad armoniosa” que en su día popularizó Hu Jintao, se señalan como una versión más afín a lo que uno espera recibir conceptualmente de China.
Pese a ello, el sueño chino parece llamado a definir la síntesis del perfil de la década en curso, centrada en la culminación del proceso de modernización del país. Al menos en sus lineamentos básicos en lo que refiere al tránsito hacia un nuevo modelo productivo, el logro de una sociedad acomodada y situando nuevamente el país en el centro sistémico del orden global. Aunque su recorrido es mucho más largo y exigirá décadas de perseverancia, son objetivos orientados al año 2021, cuando se celebrará el centenario de la fundación del Partido Comunista de China, que revalidará así su idoneidad como instrumento para la transformación radical del viejo Imperio del Centro, y cuando la actual generación de líderes, al año siguiente, deba ceder el paso a su relevo.
Diferenciado del sueño americano (fama, poder, dinero….), el sueño chino se formula como una aspiración colectiva que abrigaría seis dimensiones. En primer lugar, la aspiración al bienestar colectivo, a la plasmación de esa sociedad acomodada tan largamente enunciada como objetivo de la reforma y apertura. Y también armoniosa, poniendo coto a las desigualdades y operando una mutación igualmente radical de las bases de la salud, la educación, las pensiones, etc., proceso ya en curso desde hace algunos años, pero aun lejos de colmar las necesidades y expectativas de muchos ciudadanos. Este aspecto es clave porque sin justicia social, no hay sueño chino.
En segundo lugar, el desarrollo integral. China ansía transformarse en un país fuerte, moderno y desarrollado pero el modelo económico que le permitió llegar hasta aquí y confirmarle como la segunda economía mundial, no es el que le llevará a la cima. La transformación del modelo de desarrollo, con mayor atención al ambiente, a la innovación tecnológica, etc., es un imperativo inexcusable para que China disponga de las capacidades asociadas a la preservación de la soberanía, variable irrenunciable de este proceso.
En tercer lugar, tiene una dimensión histórica ya que equivale también a cerrar las heridas de un pasado caracterizado por su alto coste en sufrimiento, en pérdidas territoriales, etc., debido a la extrema debilidad del país, extraviado en su ruta tras siglos de primacía global. La revitalización de la nación china debe superar los lastres de ese pasado e introducir las medidas correctoras que en su día le impidieron conjurar la decadencia reduciendo la vulnerabilidad. Por otra parte, esa revitalización es inseparable de la reunificación. Taiwán es parte importante del sueño chino.
En cuarto lugar, tiene igualmente una dimensión civilizatoria. Es un renacimiento con identidad, no autodestructivo, superando la vieja contradicción entre modernización y tradición. Sugiere un nuevo equilibrio en el que la cultura y la identidad se adaptan creativamente a los nuevos tiempos sin que ello derive en una occidentalización sin matices y acomplejada.
En quinto lugar, tiene una dimensión ideológica cifrada en la plasmación de una vía genuina, de un camino propio, que plantea respuestas a los desafíos teniendo en cuenta principios y sistemas de valores que tanto incorporan preceptos universales como locales. ¿Será democrático el sueño chino? ¿Puede confiar la sociedad china en sus capacidades para incorporar plenamente valores como los derechos humanos, las libertades públicas, etc., sin afectar por ello a la estabilidad política? ¿Podrá el PCCh liderar un proceso que podría conducirle a la pérdida del poder o promoverá un equilibrio sui generis basado en una domesticación paulatina de los llamados valores universales? La reflexión ideológica retomará todo su vigor en los próximos años y será decisiva para asentar el socialismo con peculiaridades chinas, el “socialchinismo”.
En sexto y último lugar, el sueño chino tiene una dimensión internacional. China quiere ser aceptada por el mundo tal cual es, sin que su renovado protagonismo pueda interpretarse como una amenaza para la paz, pero igualmente estableciendo un diálogo comprensivo que reconozca la diversidad de situaciones y la consecuencia lógica de la diversidad de soluciones, el respeto a sus intereses centrales y el reequilibrio global atendiendo a las nuevas coordenadas. El “buenismo” chino encara frentes delicados que reclaman una intervención y presencia diplomática cada día más reforzada y la disipación de las dudas en torno a los litigios territoriales pendientes.
El sueño chino es, en suma, una invitación a la sociedad china para que afronte sus ambiciones pero con amplias dosis de realismo. Una llamada a un último esfuerzo a sabiendas de que gran parte del objetivo de la modernización formulado al menos desde finales del siglo XIX ya no es una utopía y está cercano, aunque no para todos al mismo nivel. Pero los riesgos son aun elevados y por eso el sueño debe tener los pies en la tierra.
Y es también una llamada al exterior para que reconozca tanto el gigantesco esfuerzo realizado por China en las últimas décadas para sacudirse el subdesarrollo como su derecho a expresarse con voz propia y a participar en la comunidad internacional sin renunciar a su visión soberana del mundo y sus problemas.