Los cambios constitucionales anunciados recientemente en China y que con seguridad ratificará el Comité Central del Partido Comunista y la Asamblea Popular Nacional en los próximos días, entronizarán a Xi Jinping al frente del país hasta nueva orden, quizá de por vida. El resultado del XIX Congreso del PCCh de octubre último, sin sucesores a la vista, presagiaba un cambio de esta naturaleza aunque probablemente no tan apresurado. Queda claro que Xi tiene la intención de permanecer como líder máximo, al menos tras su segundo mandato.
El anuncio provocó que las redes sociales chinas echaran humo. Un enorme trabajo extra para los censores. Nada de eso debe llegar a sus oídos. Puede que Xi y el PCCh infravaloren los cambios producidos en la sociedad china en los últimos cuarenta años. A Mao, la obsesión por el poder, no le dejó bien parado. Xi se saldrá con la suya pero la realidad actual de China es otra. Un líder protegido de la crítica y alabado hasta la extenuación con una más que precaria sinceridad produce sonrojo. El desapego es cuestión de tiempo. La razón por la cual Mao Zedong cometió un error tras otro fue porque en ese momento en China solo imperaba su palabra y se dinamitaron los controles y contrapesos que proporcionaban un mínimo equilibrio. Deng Xiaoping lo vio con claridad.
La voluntad de Xi de romper con la tradición establecida desde 1982 y de centralizar el poder bajo su mando tomando el control de una gama inusualmente amplia de funciones políticas, económicas y de otro tipo supone una ruptura con las últimas décadas de liderazgo colectivo. La política china pierde certeza y se adentra por los extraños recovecos de la exaltación de la lealtad a quien, a este paso, acabará siendo bautizado, a buen seguro, como el Gran Líder, visionario y solo él capaz de conducir a China por la senda que debe llevarle a la cima del poder mundial en el siglo XXI.
El tono general de las modificaciones constitucionales propuestas (consagración del xiísmo como pensamiento guía, de los valores socialistas, liderazgo del Partido…) apunta a la absoluta partidirización también de la Constitución haciendo súbditos del Partido normativamente a todos los ciudadanos chinos, les guste o no. El viejo debate sobre la separación entre el Estado y el Partido se ha visto eclipsado más que nunca mientras, paradójicamente, se insiste en la mejora de la gobernanza mediante una ley hecha a medida de sus imperativos ideológicos y necesidades políticas. La capacidad –y la voluntad- para reflejar un mínimo de pluralidad se ha disipado al completo.
Para demostrar su poder, Deng Xiaoping no necesitó exhibir cargo alguno. Su autoridad devenía de su magisterio. Tanta insistencia en colmar de títulos y poderes a Xi así como el hipotético regreso del país a una era de permanencia vitalicia en los cargos, nos retrotrae a épocas cuyo retorno creíamos harto improbable. Pero ahí están de nuevo.