Amy Chua, ciudadana china-estadounidense y profesora de Derecho en la Universidad de Yale, se ha transformado en celebridad mundial de la noche a la mañana. Un libro y un artículo en el que sintetiza la tesis de éste, publicado en el Wall Street Journal, son las bases de su notoriedad. En ellos plantea la superioridad de las madres chinas, bajo el argumento de que éstas saben educar a sus hijos para el éxito. La esencia de su planteamiento es que reglas estrictas, disciplina férrea y énfasis en buenas calificaciones producen hijos altamente competitivos, capaces de sobresalir en lo que emprendan. Ello contrasta a su juicio con la permisividad occidental, sustentada en promover la auto estima de los hijos y en gratificarlos emocionalmente, a expensas de condenarlos a una vida de bajo rendimiento.
Es evidente que su planteamiento no podría haber tenido tal impacto de no ser porque supo tocar una tecla muy sensible. De hecho, en diciembre pasado la OCDE publicó los resultados de un examen de aptitud académica entre adolescentes del mundo entero, en el que los estudiantes de China (representados por los de Shanghai) obtuvieron el primer lugar, mientras que los de Estados Unidos quedaron en el puesto número 17 en lectura y aún mucho más abajo en matemáticas y ciencia. Por doquier los chinos (de tierra firme o de la diáspora) sobresalen en matemáticas o en ciencias, mientras que la República Popular China avanza con rapidez exponencial hacia una posición de primacía.
¿Será cierto entonces lo dicho por Amy Chua? Aunque los resultados referidos hablen por sí solos, algo, sin embargo, pareciera faltar en este cuadro. El que la hiper competitividad china se hace sentir en un mundo globalizado signado por la competitividad, es algo que nadie pone en duda. No obstante, el éxito chino pareciera tener un techo y este viene representado por su déficit en pensamiento crítico, en pensamiento lateral. De alguna manera la mente china, forjada en el hierro de la disciplina y en la necesidad de responder a parámetros y contextos rígidos, pareciera incapacitada para volar con libertad. La suya es una sociedad más apta para florecer bajo directrices muy precisas, en la que una élite ilustrada piensa y el resto sigue, que para estimular la creatividad individual. No en balde, el modelo productivo de China sobresale en el área de las manufacturas y no en el de los servicios. No en balde también el contraste con India: una sociedad inmensamente más anárquica, pero en donde la creatividad individual ha permitido crear un potente sector de la tecnología de la información.
El problema para China deriva de su aspiración a posicionarse como potencia tecnológica líder, área en la que el modelo educativo pregonado por Chua constituye un inmenso talón de Aquiles. Bajo el mismo, dicho país jamás podrá producir un Gates, un Jobs o un Zukemberg. Sin altas dosis de creatividad individual, China no está capacitada para dar el salto tecnológico ambicionado, por más que invierta en investigación y desarrollo y en formación de recursos humanos. Para compensar este déficit, China cuenta desde luego con la masiva presencia de alta tecnología occidental y con la transferencia de esa tecnología como base de acceso a su mercado y a sus beneficios. No obstante, esa dependencia sólo enfatiza las propias limitaciones de su modelo.
Enseñar a pensar críticamente es requisito fundamental para dar sustento a las aspiraciones de grandeza chinas. No obstante, hacerlo conllevaría riesgos obvios y fundamentales con respecto a la estabilidad de su sistema político. He allí una contradicción de fondo entre el tamaño del pastel que se quiere cocinar y la contextura de la masa que se busca utilizar. Sin proponérselo, Amy Chua ha tocado un punto clave en relación al futuro de China.