El comportamiento general de la economía china en 2012 ha sido moderadamente satisfactorio. El crecimiento (7,8%), el más bajo desde 1999, superó el objetivo oficial del 7,5% en medio de un agravamiento de las dificultades internas y externas. Por otra parte, la inflación se situó en el 2,6%, alejada del 4% fijado como objetivo para todo el ejercicio y tras meses de aguda preocupación por las tensiones derivadas del incremento imparable de los precios de los alimentos que representan en torno al 30% del IPC.
No obstante, más allá de los índices puntuales que reflejan las inquietudes inmediatas de las autoridades económicas chinas, el principal objetivo de las políticas a aplicar en los próximos años debe centrarse en la superación de esa imagen en la que China parece haberse instalado: progresivamente envejecida, altamente contaminada y profundamente desigual.
La clave de dicha transformación reside en el cambio del modelo económico. No es posible mantener el crecimiento de las exportaciones al ritmo a que estábamos acostumbrados (en 2012, con un crecimiento del 6,2%, quedó lejos del objetivo del 10%). La inversión extranjera directa se redujo en 2012 un 3,7%. La demografía, antaño su fuerte, ofrece síntomas desfavorables (la población en edad laboral se redujo en 3,45 millones en 2012). Las presiones ambientales crecen, como lo testimonia la multiplicación de los conflictos sociales en este ámbito. El sistema financiero evidencia sus disfunciones crónicas.
China está dejando de representar la amenaza de las deslocalizaciones, de pérdidas de empleo o de presiones a la baja de los salarios. La crisis financiera global ha revelado su dependencia de la buena salud del resto del mundo. Las perspectivas para 2013 apuntan a un crecimiento del 1,5% en los países industrializados (cero en la zona euro). Por tanto, el marco exterior ya no dinamizará la economía china como antaño, mitigando también, como efecto añadido, su capacidad de distorsión, especialmente si tenemos en cuenta que hasta ahora se ha ocupado principalmente de ensamblar lo que otros han creado y producido, reflejando un cómputo engañoso en sus balances. La aportación básica en la cadena de valor, tanto si hablamos de productos básicos como de alta tecnología, es su competitiva fuerza de trabajo. Y eso debe cambiar con urgencia elevando considerablemente la capacidad de innovación propia.
La negativa evolución de la demografía es un gran reto: disminuye la población activa y aumenta el envejecimiento. Esto impone un cambio sustancial, actualmente epicentro de un gran debate en torno a los ajustes en la política de planificación familiar y en la edad de jubilación (actualmente es de 60 años para los hombres y de 55 para mujeres en el sector público y de 50 años para otras trabajadoras). Las tendencias apuntan con claridad el advenimiento de una revolución demográfica, marcada tanto por la disminución de la población en edad de trabajar (entre 15 y 60 años) como por el peso de las personas ancianas (24% en 2030 y 42% en 2050). Es verdad que existe una población rural en reserva (entre 150 y 250 millones) que constituye hoy día el soporte de las deslocalizaciones hacia el oeste del país, pero dicho proceso no impedirá una progresión importante de los costes salariales.
El impulso de la demanda interna exige el aumento de los salarios y la conformación de una clase media que hoy rondaría los 130 millones de personas, reflejando una estructura social insuficientemente evolucionada para erigirse como motor alternativo del crecimiento. Dicho proceso debe ir acompañado de mejoras sociales significativas, dando vida a ese incipiente estado del bienestar que incite a la población a ahorrar menos y gastar más.
La moderación de las desigualdades es un asunto crucial, tanto en el orden sociopolítico como económico. El crecimiento ha sido muy rápido y muy importante, pero ha exacerbado los desequilibrios en la distribución de las rentas. El coeficiente Gini de China pasó de 0,412 en 2000 a 0,61 en 2010. A la convergencia del sentido confuciano de la equidad y la relativa añoranza del igualitarismo maoísta se suma la imperiosa necesidad de destrabar las inequidades como condición sine qua non para garantizar un crecimiento equilibrado y estable.
El Estado se enfrenta igualmente a la contradicción entre la necesidad de liberalizar el sistema financiero y el pertinaz empeño de situarlo al servicio de sus decisiones estratégicas. Se requiere un nuevo equilibrio en el sistema que supere las disfunciones originadas por el rígido control actual, integrando en su oferta la satisfacción de las necesidades e intereses de la población y de las pequeñas y medianas empresas, mayoritariamente presentes en la economía privada.
En el orden ambiental, la ineficacia energética es la mayor expresión de las flaquezas de los fundamentos ecológicos de la economía china. Los elevados costes ambientales y de consumo de energía son susceptibles de frenar la dinámica interna. Entre 1990 y 2011, las emisiones anuales de CO2 por habitante han pasado de 2,2 a 7,2 toneladas. En 2035, según la Agencia Internacional de la Energía, China puede representar más del 30% del consumo mundial de energía. La mejora sustancial de la eficacia energética es una exigencia primordial. La complementaria multiplicación de las inversiones en energías renovales, que ciertamente han crecido de forma exponencial en los últimos años, requiere una audacia y persistencia colosal.
El éxito de esta transformación no dependerá solo de soluciones económicas o exclusivamente técnicas. Exigirá profundos reajustes en la estructura de las rentas, del tejido productivo, del sistema social, de los desequilibrios territoriales, de la propia organización administrativa insuficientemente dotada de órganos de control realmente independientes, etc., a fin de lograr esa cohesión que debe erigirse como uno de los signos distintivos de otro modelo de crecimiento.
Un cambio de tal profundidad afectará a muchos intereses de diverso signo. La multiplicación de las resistencias exigirá también propuestas políticas de alcance en aras de desburocratizar la economía y añadir las dosis precisas de flexibilidad que permitan una evolución interna capaz de corregir los profundos desequilibrios actuales.