Los últimos años de la década de Hu Jintao (2002-2012), quien en noviembre pasado cedió la secretaría general del Partido Comunista de China (PCCh) a Xi Jinping, han estado marcados por el resurgir de las tensiones laborales, significándose dicha tendencia con entidad propia frente a los tradicionales incidentes, in crescendo de año en año, centrados mayormente en las rebeliones campesinas frente a los abusos de poder (demoliciones, expropiaciones de tierras, etc.) y las fragilidades ambientales.
El protagonismo principal de este movimiento laboral ha recaído en las empresas de inversión extranjera (japonesa, coreana, taiwanesa…) con demandas relacionadas especialmente con el aumento de los ingresos y la mejora de las duras condiciones de trabajo. Gran parte de dichos litigios se saldaron con importantes victorias para los colectivos laborales, multiplicando su autonomía reivindicativa frente a las patronales a menudo de espaldas al sindicalismo oficial con una labor centrada en la preservación de la armonía social y la estabilidad a partir de una extendida presencia tentacular.
Son conocidos los déficits de la situación laboral en China, diferenciándose con nitidez tres grandes escenarios: el sector público, el privado y las empresas de inversión extranjera. También los frentes de inquietud: la inseguridad laboral, los impagos de salarios, el status de la población inmigrante…. Tras la entrada en vigor en 2007 de la nueva legislación en esta materia pocas cosas han cambiado. El estallido de la crisis global desaconsejaba a las autoridades la aplicación de un extremado celo. No obstante, la reducción de las exportaciones en una economía que ha basado su elevado ritmo de crecimiento en su orientación hacia el exterior, ha propiciado un giro de ciento ochenta grados al tratar de convertir el consumo interno en el nuevo soporte del desarrollo. Así, en los últimos tiempos, donde antaño los bajos salarios se esgrimían como atractivo para multiplicar las inversiones, las mejoras salariales proliferan por doquier con incrementos superiores al 10%. El gobierno chino ha “sugerido” un incremento anual medio del 13% en el vigente quinquenio. Y en el XVIII Congreso del PCCh se fijó el objetivo de duplicar en 2020 el PIB per cápita de 2010.
El nuevo modelo de desarrollo
Beijing ha venido jactándose en los últimos años de prestar una mayor atención a los colectivos olvidados. En efecto, los ingresos aumentan y las condiciones mejoran progresivamente, en especial en las zonas costeras, de donde ahora emigran las multinacionales buscando en el interior del país, las atrasadas regiones del centro y oeste, la competitividad perdida.
Dicho proceso se complementa con importantes inversiones públicas en salud, educación y en otros rubros de signo social, incluyendo la anunciada reforma del hukou o permiso de residencia que establece un apartheid entre titulares y no titulares de derechos básicos en función de la tenencia o no del título habilitante de residente urbano. Casi doscientos millones de inmigrantes del campo, aquellos que han obrado gran parte del milagro chino, viven en las grandes ciudades privados de sus derechos más elementales. Si ellos, al igual que la población rural, fueron determinantes para que China pudiera llevar a buen término su milagro económico, también sobre ellos, ahora como voraces consumidores, parece recaer la responsabilidad última de asentar las bases del cambio en el modelo de desarrollo, ya veremos si sostenible.
China se ha hecho rica, pero los trabajadores se han empobrecido. Según la Academia de Ciencias Sociales de China, la parte del PIB destinada a salarios se ha reducido del 56,5% en 1983 al 36,7% en 2005; en 2009, en virtud de las nuevas políticas, se acercó al 40%. Por el contrario, el índice de desigualdad no mejora. El coeficiente Gini de China pasó de 0,412 en 2000 a 0,61 en 2010, convirtiéndola en uno de los países menos igualitarios del mundo. Sin la corrección en estos índices, el nuevo modelo de desarrollo será un fracaso.
La mejora de la situación general de los trabajadores chinos se deriva entonces de la necesidad de integrarle como sujeto activo de las nuevas estrategias de desarrollo centradas en la promoción del consumo interno. No es resultado de una lectura interna que restablezca su importancia en términos discursivos como agente indispensable para lograr procesos equilibrados basados en la justicia social. Buena prueba de ello es que el Buró Político elegido en el XVIII Congreso del PCCh, por primera vez desde 1949 no incluye a un representante del movimiento sindical. Wang Zhaoguo, actual presidente de la Federación Nacional de Sindicatos de China, tuvo el “honor” de ser el último exponente de una larga tradición, liquidada sin ambages a favor de un celebrado aumento de la presencia empresarial en la otrora considerada vanguardia del proletariado.