El Cielo y la Luna, como el Sol, siempre han conformado ricos imaginarios de culto y admiración en todas las civilizaciones. Su influencia en aspectos esenciales de la existencia como el devenir agrario o la resignada aceptación del poder en plaza han marcado la evolución de una relación que ciertamente se ha transmutado con el paso del tiempo pero sin perder por ello el enorme hechizo que emana de un desafiante enigma cuya perduración llega hasta nuestros días. En la China de las dinastías, la fusión de ambos elementos tomó cuerpo, por ejemplo, en las ceremonias del Emperador, considerado el Hijo del Cielo, para implorar buenas cosechas, ofrendas que tenían en el Templo del Cielo una expresión inequívoca y sublime del esplendor y atractivo de la divinidad. También es parte inseparable de su filosofía de la naturaleza y de los conceptos de espíritu y forma, equilibrio y armonía.
Y en el Cielo, es la Luna quien más ilusiones siempre despertó entre los antepasados. El gran poeta Li Bai, en la dinastía Tang, escribió:»Cuando era pequeño, no conocía la Luna y la llamé plato blanco de jade. Suponía que era el espejo de la diosa, colgado en el cielo». A ojos de los chinos, en la Luna hay un palacio que se llama Guanghan («frío profundo»), donde vive la diosa Chang’e. A ella alude el propio Mao en su poema “Los inmortales”, en el que describe el viaje al país de las divinidades de dos seres queridos que había perdido: su esposa Yang Kaihui y su amigo Liu Zhixun. La diosa sólo está acompañada del conejo, un animal mítico de jade, que en su tiempo libre suele elaborar medicinas. Como no podía ser de otra forma, la primera sonda lunar diseñada por China se bautizó con el nombre de Chang’e y fue enviada al espacio en 2007 iniciando así una nueva marcha cósmica que no deja de sorprender por su veloz travesía. Desde entonces, la tradición, las leyendas seculares y el programa espacial chino han quedado indisolublemente unidos.
El envío de aquella sonda lunar fue en realidad el tercer hito de la moderna tecnología espacial china tras los proyectos de satélite (1970) y de nave espacial tripulada (2003). El sentido general de dicho programa remite a un afán que tiene mucho más de reto tecnológico que poético, claro está, y es fiel reflejo del aumento del poder general de China, también conocida como la Gran Tierra por su enorme dimensión continental, y, en paralelo, nos muestra una importante faceta de la modernización de la defensa nacional. Hoy China tiene en proceso de construcción su propia estación espacial Tiangong, configurada a partir de un primer laboratorio ya en avanzado estado de gestación, con el objeto de ultimarla en 2020 y tiene planes de enviar en el presente lustro un vehículo no tripulado a la superficie de la Luna, primer paso para que, más adelante, sus taikonautas arriben al satélite, probablemente en torno a 2020 o 2025.
Tras el envío del primer astronauta al espacio, cabe señalar que los éxitos han acompañado su estela con hitos como el primer paseo extra vehicular (2008), el acoplamiento de dos vehículos en órbita el año pasado o el primer acoplamiento espacial tripulado con la participación de una mujer por primera vez el último junio. Cierto que todo se halla aún en fase preliminar, pero avanza a gran velocidad. La mezcla de voluntarismo, generosos recursos y eficacia está produciendo resultados realmente impresionantes. En solo tres décadas, China ha puesto en órbita un centenar de satélites y, con cuatro bases de lanzamiento, su tecnología se encuentra entre las más seguras del mercado. Con un presupuesto similar al de Francia o de Japón en este dominio y equivalente a la décima parte del gestionado por la NASA ha logrado llevar a cabo casi 70 lanzamientos con solo dos fracasos conocidos. La fuerza de la impronta china ha obligado a la agencia estadounidense a replantearse el regreso a la Luna, lo que podría verificarse a finales de la presente década. La carrera espacial, fiel exponente del pulso estelar entre las dos superpotencias de la guerra fría, podría volver por sus fueros, aunque ambas partes reniegan de ello por activa y por pasiva.
La desconfianza exterior respecto al proyecto espacial chino nos remite a la importancia del factor militar en el programa y al temor de que Beijing pueda alcanzar en este campo algún tipo de supremacía militar respecto a EEUU. Con tres Libros Blancos ya publicados sobre la actividad espacial, lo cierto es que poco trasciende más allá de los contornos generales del fomento de una industria espacial basada en el desarrollo de las capacidades propias y en la innovación nacional. Lo limitado de su colaboración internacional, aunque cabe destacar la cooperación de especialistas rusos, arroja también poderosas sombras que se nutren de las contradicciones presentes en un discurso que parece disimular otras intenciones reales, disparando la especulación.
La puesta en órbita de satélites de comunicación le aporta una rentabilidad económica nada desdeñable, señalando otro espacio para la competencia. De hecho, representa un excelente negocio para China en el que va ganando cuota de mercado frente a otros competidores.
Por otra parte, cuenta ya con una cartografía completa de la Luna, incluso en versión 3D desde 2009, y otra de gran precisión desde este año, recursos de gran utilidad para impulsar ese ensayo no tripulado que podría coronar la emergencia china ante un mundo ensimismado con sus crisis. Las dificultades, no solo económicas, del programa europeo Galileo contrastan con los avances de su par chino, el Beidou, alternativo al GPS estadounidense.
De la Tierra al Cielo y la Luna, el éxito de las misiones de exploración y la ambición del proyecto chino contribuyen a aumentar el patriotismo y consagran al Partido Comunista no solo como el gran activador del progreso científico sino como realizador de las más alejadas utopías y el único capaz por esta vía de dotar a China de todos los atributos de una gran potencia espacial, lo que refuerza definitivamente su nuevo status internacional. No es fruto de la casualidad que cada misión se programe en fechas adaptadas al calendario político. Los éxitos logrados sirven para mostrar el nivel de excelencia alcanzado y reforzar la imagen de potencia pero igualmente para reafirmar el liderazgo político-partidario que, como antaño, encuentra en el Cielo y la Luna una fuente añadida de legitimidad.
No siempre China ha contado con los recursos necesarios. Pero tampoco con la voluntad. De hecho, el propio Deng Xiaoping, inspirador principal con su apertura del mayor cambio histórico registrado en el país, declaraba a comienzos de los años ochenta que “China no necesita ir a la Luna para modernizarse”. El gran salto se produciría en la década siguiente, asociado a la recuperación del prestigio, del patriotismo y de los objetivos económicos (especialmente en materia energética) y defensivos. La Luna podría aportarle sustancias como el hélium-3 o recursos minerales como el titanio u otros necesarios para seguir afianzando su desarrollo.
Sea como fuere, parece lógico que China figure entre los países que conforman la historia de las grandes exploraciones, de las que se había apeado por voluntad propia en el siglo XV, cuando las expediciones marítimas del almirante Zhang He, gran precursor de Colón, Vasco da Gama o Magallanes, dieron paso a un tiempo de aislamiento, el conocido como Gran Repliegue, que condicionó el signo de los siglos siguientes, de declive propio y dominio occidental. Esa motivación constituye actualmente un poderoso aliciente ya que la expansión en el cosmos la rehabilita en el seno de las civilizaciones más avanzadas entre las cuales se caracterizó históricamente por no desarrollar una política de colonización. ¿La desarrollará en la Luna?