La crisis del coronavirus está resultando en una seria amenaza a la economía mundial y pone sobre el tablero la vulnerabilidad de la mundialización, el paradigma de desarrollo de los últimos treinta años. No falta quien apunta a la necesidad de repensar las estrategias de producción y, sobre todo, a reducir la dependencia de la “fábrica del mundo”. En este sentido, el COVID-19 viene a alimentar la idea de algunos sectores que abogan por la desconexión entre las economías capitalistas de Occidente y China.
Desde los años 80, China se hizo progresivamente un hueco relevante en las cadenas globales de producción. Ello resultó de la política denguista de apertura al exterior, de la laxa legislación interna y del afán crematista de las grandes multinacionales occidentales que tiraron ventaja de los bajos salarios y la abundante mano de obra. Estos factores han pasado a mejor vida en China. La mano de obra tiende a escasear, los salarios suben, la legislación interna se refuerza y China ahora quiere ser el gran centro tecnológico mundial. Lo que no cambia es la apertura. Al contrario.
Por otra parte, en el actual contexto, no podemos quejarnos de que las autoridades chinas hayan puesto por delante la salud de su población ante los imperativos económicos inmediatos. Quizá alguien prefería otro orden de prioridades. Durante mucho tiempo se criticó el “capitalismo salvaje” que en forma de ingentes sacrificios permitió el acelerado proceso de acumulación chino que le catapultó a la condición de segunda economía del mundo. Paradójicamente, aquí se invoca el “impacto” para desaconsejar ciertas medidas draconianas como las tomadas en China para atajar la epidemia. Allí parece haberles funcionado, aunque la factura no será pequeña. Siempre es más fácil cerrar escuelas que fábricas. Aquí veremos qué pasa y cuál es la factura final del camino elegido. Ahora bien: paciencia, comprensión y solidaridad, poca.
El proceso de deslocalización que en su día vivieron las economías occidentales a favor de China (y otros países), lo vive la propia China desde hace algunos años a favor de Bangladesh, Vietnam, Myanmar o Camboya, por citar algunos casos. El COVID-19 puede acelerarlo. La fuga de empresas extranjeras tendría en esto otro motivo adicional, además de la guerra comercial o los crecientes costes laborales. Aún así, el riesgo de desorganización que conlleva la fragmentación del proceso de producción a nivel mundial no es evitable del todo y tampoco puede consumarse de la noche a la mañana. Hoy es un virus, mañana es un terremoto, unas inundaciones, etc. El nivel de exposición aumenta. Indudablemente, el gigantismo de China le confiere una posición difícilmente evitable y de mayor peso, y por eso mismo no es tanto la desmundialización en sí lo que está en cuestión como el estoque al modelo China de los últimos lustros. Para China, todo esto supone otro acicate adicional para acelerar su tránsito hacia el nuevo modelo de desarrollo y revela su urgencia.
El retraso en el regreso al trabajo a consecuencia del coronavirus afecta a millones de empresas en todo el mundo, no solo a las implantadas en China. Limitar la dependencia de China es una tentación lógica en este contexto. Algunas multinacionales estadounidenses y europeas calibran diversificar sus operaciones y retirar las cadenas de suministro de China. Ahora bien, las mismas empresas pueden hallar en la respuesta de Beijing a esta crisis un ejemplo inimitable en cualquier otro país. Y también saben que se pondrán las pilas como en ninguna otra parte. Esa garantía podría no ser suficiente pero ya veremos cómo se gestiona aquí una situación similar. Y lo que dura. Y lo que cuesta.
La crisis del COVID-19 se suma al elenco de divergencias con China de los últimos tiempos, nutriendo la desconfianza y la rivalidad económica y tecnológica además de la ideológica, diplomática y militar. La mundialización puede tomar otro rumbo o desdoblarse, también incorporar ajustes de diversa naturaleza pero la vuelta a la situación anterior no se antoja muy verosímil. No obstante, si frente a la lógica de la cooperación internacional, que debiera primar en esta crisis, se antepone el imperativo de conveniencia de la rivalidad estratégica para quitar ventaja, bien podríamos hallarnos ante un empujón sustancial a la desconexión que algunos ansían como talismán para preservar la hegemonía del mundo occidental en general y de EEUU en particular.
La cuestión es si esa desconexión que tanto preconizan algunos para yugular la emergencia china, simplemente les deja atrás. Entre otros porque quien más tira del crecimiento de la economía mundial es China. Y a pesar del COVID-19, todo indica que lo seguirá haciendo.