El mundo parece haberse parado, todo aparenta girar en torno a ese pequeño coronavirus, de 65 a 125 nanómetros de diámetro, una estructura simple que consiste en un genoma de ARN protegido del exterior por una envoltura o cápside, el COVID-19. Las grandes ciudades del mundo se encuentran casi vacías, ciudades fantasmales de hormigón similares a las que aparecen en películas de grandes desastres de la humanidad que todos hemos visto en alguna ocasión. Las personas están encerradas en sus casas cumpliendo con la cuarentena impuesta, el movimiento en los pequeños y grandes comercios, la actividad económica y los flujos internacionales se han reducido a lo mínimo y vital.
La lucha es contra un enemigo invisible para el ojo humano, sólo se puede observar con tecnologías avanzadas como la microscopía electrónica. Pero ha demostrado ser una amenaza para el ser humano ya que posee una elevada capacidad de transmisión, una tasa de contagio según estimaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de 1,4 a 2,5, aunque otras estimaciones hablan de un rango entre 2 y 3, y un índice de mortalidad todavía difícil de estimar debido a las modificaciones constantes que se van reflejando diariamente en los datos y que depende del número real de infectados, que no está bien identificado por la escasez de test de coronavirus, y del porcentaje de personas infectadas con mayor riesgo. En última instancia se desconocen los efectos para la salud global de la pandemia y no se conocerá bien su letalidad total hasta el próximo año. A día de hoy, hay más de 605.000 casos diagnosticados y más de 27.000 muertos en 188 países. En la República Popular China (RPCh) origen de la pandemia, llevan 82.078 casos y 3.298 muertes en un país con 1.395 millones de habitantes, pero es evidente que en otros países el impacto está siendo aún mayor. Los últimos datos indican que en España hay 72.248 casos diagnosticados y 5.694 fallecidos, cifra que ha superado ya a las de China. En Italia las cifras son aún peores con 86.498 casos y 9.134 fallecidos y en los Estados Unidos (EEUU) los datos se han convertido en estos últimos días en alarmantes, con 104.839 diagnosticados, aunque el número de fallecidos es relativamente algo menor, de 1.711, siendo el foco más importante el estado de Nueva York. Por ahora está afectando más al hemisferio norte, y no se sabe todavía si con el cambio estacional el virus pueda hacer estragos en el hemisferio sur. Tampoco se sabe si la pandemia desaparecerá totalmente después de alcanzar su máxima expansión, o si se quedará como una epidemia estacional o incluso como una enfermedad endémica.
Como pandemia transfronteriza incontrolable, el nuevo coronavirus es un recordatorio de la fragilidad de la vida humana y hay autores que la interpretan como la súper enfermedad más democrática de nuestro tiempo, sin discriminación por motivos de raza, geografía, ideología política, riqueza o grado de desarrollo o subdesarrollo en particular. El mundo nunca antes se había enfrentado a una crisis como la del COVID-19, que está testando simultáneamente los límites de los sistemas de salud pública en todas partes y la capacidad de los países para trabajar juntos en un desafío compartido. El nuevo coronavirus se perfila como una enorme prueba de estrés para la globalización que, en sí misma, ha permitido una rápida propagación de la enfermedad y que, a su vez, muestra la fragilidad y vulnerabilidad del sistema, de la economía global interconectada, conforme las cadenas de suministro críticas se rompen y las naciones cierran sus fronteras. Es una crisis que está obligando a una importante reevaluación del sistema. Más allá de los trastornos que causa a corto plazo, el coronavirus va a hacer que las empresas se replanteen los riesgos qué supone depender de suministros procedentes de localizaciones geográficas alejadas.
Es en estos momentos de crisis cuando es fundamental la acción colectiva global para dar respuesta a la amenaza que se cierne sobre el mundo tal y como lo conocemos hasta ahora. Sin embargo, hasta la fecha, los líderes mundiales han hecho alarmantemente poco juntos para mitigar la crisis. Como explica el profesor de Harvard y ex diplomático norteamericano Nicholas Burns, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas guarda silencio, la OMS ofrece un centro de intercambio de información global útil, pero carece de capacidad para liderar, las naciones de la Unión Europea (UE) han dejado de usar soluciones nacionales y han cerrado las fronteras a sus vecinos por primera vez en generaciones. China ocultó la crisis al mundo en sus primeros días críticos y Trump se ha desconectado voluntariamente del sistema global.
Estados Unidos, a través de su actual presidente Donald Trump y en nombre de su eslogan «América Primero», se retiró del Acuerdo Climático de París y cuestionó la utilidad de las Naciones Unidas y la OTAN, mostrando su disgusto por las instituciones multinacionales que su propio país había construido y dirigido desde la Segunda Guerra Mundial. Desafortunadamente, el presidente Trump ha pasado su mandato degradando estas instituciones y denigrando el tipo de liderazgo de los EEUU y la acción colectiva global que promueven, A medida que la crisis del coronavirus se intensifica en todo el mundo, Washington está retrocediendo aún más, continuando con una respuesta inadecuada a la pandemia de coronavirus, al menos hasta el momento, y abandonando su antiguo papel como líder mundial generoso capaz de coordinar una respuesta ambiciosa y multinacional a una emergencia mundial. Así ocurrió en 2003 con el Plan de Emergencia para el alivio del SIDA que estableció el presidente George W. Bush, o bien durante la crisis económica de 2008 y la crisis del ébola de 2014, en las que Estados Unidos asumió el papel de coordinador global de respuestas, a veces de manera imperfecta, pero con la aceptación y gratitud de sus aliados e incluso de sus enemigos.
Esta actitud que está mostrando los EEUU a través de su actual presidente Donald Trump, establece un contraste con China, que está utilizando la crisis para mostrar su disposición a liderar. A lo largo de varias décadas, el establecimiento de relaciones armoniosas con otros países ha permitido que la República Popular China, con el soft-power como mayor estrategia diplomática, haya conseguido extender su poder a través de los cinco continentes, en una estrategia que ha sido canalizada a través de una activa participación en los foros multilaterales. Como primer país afectado por el nuevo coronavirus, China sufrió gravemente en los últimos tres meses. Pero ahora está comenzando a recuperarse, mientras que el resto del mundo está sucumbiendo a la enfermedad. Su victoria sobre la enfermedad se produce en un momento de inhibición de Estados Unidos a propósito de su responsabilidad en la marcha del mundo, unida a la debilidad y a la fragmentación de Europa. Esta situación le da a China una enorme oportunidad a corto plazo para influir en el comportamiento de otros estados ya que Beijing, con su experiencia previa, ha aprendido a combatir el nuevo virus y tiene existencias de los equipos de protección necesarios que se han convertido en activos valiosos que Beijing está desplegando con habilidad. A principios de marzo y debido a la situación crítica por la que estaba atravesando debido al COVID-19, Italia pidió a otros países de la UE que le ayudaran y proporcionaran equipos médicos de emergencia. Ninguno de ellos respondió, negligencia que ha generado un resentimiento entre los italianos al sentirse abandonados por los otros estados miembros de la UE. Sin embargo, China sí respondió, ofreciendo vender ventiladores, máscaras, trajes protectores e incluso enviando equipos médicos para ayudar al control de la crisis. Beijing, a través de su poder blando, soft-power, busca retratarse como el líder de la lucha global contra el nuevo coronavirus para promover su buena voluntad y expandir su influencia.
En las últimas siete décadas, el estatus de los Estados Unidos como líder mundial se ha construido, no sólo sobre la riqueza y el poder, sino también, sobre la legitimidad que fluye de su gobernanza interna, de la provisión de bienes públicos globales y de su capacidad y disposición para reunir y coordinar una respuesta global a las crisis. La pandemia de coronavirus está poniendo a prueba estos tres elementos del liderazgo estadounidense y, hasta ahora, Washington está fallando. A medida que Washington vacila, Beijing se mueve rápida y hábilmente para aprovechar la apertura creada por los errores de los EEUU, llenando el vacío para posicionarse como el líder mundial en la respuesta a la pandemia.
La nueva pandemia de coronavirus ha exacerbado las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y la República Popular China. Incluso antes de que apareciera el coronavirus, muchos expertos ya describían la relación entre los dos países como una «Nueva Guerra Fría» o «Guerra Fría 2.0». Pero ahora, el virus ha agregado un nuevo acelerador a la confrontación, y ambas partes ahora se culpan mutuamente por crear y propagar la enfermedad. El coronavirus es una crisis mundial tanto de salud pública como económica y financiera. Pero también es un desafío geoestratégico para el poder y la influencia global de los Estados Unidos.
Estas diferencias en la actuación ante la pandemia del COVID-19 pueden influir en el estado actual del sistema global. Hasta ahora, Estados Unidos no se está comportando como un líder en la respuesta global al nuevo coronavirus y ha cedido, al menos en parte, ese papel a China. Esta es una pandemia que puede remodelar la geopolítica de la globalización, pero, sin embargo, EEUU no se está adaptando y se mantiene en su política de “América primero”. Su actitud es una manifestación de su retirada de la globalización, aunque, sin embargo, podría hacer de la generosidad para los demás una herramienta de influencia global aún más poderosa. En contraste, China, a través del soft-power, está jugando ese papel de socio global responsable que antaño se le pedía precisamente a Washington.
Sin embargo, es importante hacer hincapié en que los líderes chinos y estadounidenses deberían darse cuenta de que comparten algunos intereses que requieren cooperación y abordar una pandemia mundial es una de ellas. Ambos países deberían comenzar iniciando medidas de fomento de la confianza para preparar el escenario para una diplomacia más regular y establecer grupos de trabajo de alto nivel para desarrollar un plan conjunto para combatir al enemigo común, en este caso el coronavirus. Asimismo, los dos países deberían colaborar en las organizaciones multilaterales, en coordinación con otros países para luchar contra el problema. Parece ser que ayer, horas después de que Estados Unidos se convirtiese en el país con más casos de coronavirus del mundo, el presidente Donald Trump levantó el teléfono para hablar con el mandatario chino Xi Jinping sobre el coronavirus. Puede ser un comienzo en la colaboración.
Existen amenazas transnacionales que afectan al mundo en su totalidad, no se pueden compartimentar es estados estancos y aislados, sino que necesitan de una respuesta global para poder ser solucionadas. En esta ocasión estamos centrados en la pandemia del coronavirus, pero también tenemos otras grandes afrentas globales como el cambio climático, la escalada nuclear o el terrorismo, además de otras catástrofes colectivas. La respuesta correcta a este tipo de amenazas es necesario darla desde organizaciones multilaterales que articulen soluciones que puedan ser aplicadas por todos teniendo en cuenta las características particulares de cada uno. No todos los países tienen la misma capacidad de respuesta por lo que es necesario que los estados más desarrollados, aunque puedan estar igualmente afectados, colaboren e implementen medidas de ayuda a los países con menos recursos. Cada país pone su interés nacional primero, pero, como indica el profesor de la Universidad de Harvard y geopolitólogo Joseph S. Nye, la clave del éxito se encuentra en aprender la importancia del poder junto a los demás. El objetivo fundamental de las políticas económicas en este momento de presión extraordinaria debería ser evitar el colapso social, mantener fuertes los lazos sociales. Mientras más dure la crisis y se mantengan los obstáculos para el libre flujo de personas, bienes y capital, más se tardará en retornar al estado normal de las cosas y la globalización y el actual sistema podría desmoronarse a causa de la generación de nuevas redes de intereses.
La pandemia llama a la necesidad de que Estados Unidos y China se pongan de acuerdo para gestionar esta crisis de salud mundial, se olviden de sus enfrentamientos de poder y se unan a los países de la Unión Europea y los otros países desarrollados del G20 para buscar soluciones efectivas. Posteriormente, una vez controlada la pandemia, es necesario que se continúe trabajando en los efectos colaterales, más allá de la salud, generados por el coronavirus para evitar que la crisis económica y social en la que puede convertirse no degenere en un conflicto de mayores consecuencias para todos ni en una mayor confrontación geopolítica y económica entre los Estados Unidos y China.