La capital china activó nuevamente la alerta por la contaminación del aire en una decisión que, probablemente, pronto dejará de ser noticia por su carácter habitual. Las olas de smog amenazan el norte del país. La zona afectada incluye el entorno de Beijing, Tianjin, Hebei y varias regiones vecinas, extendiéndose por un área de 560.000 kilómetros cuadrados el sábado y progresando para cubrir hasta 660.000 kilómetros el domingo; es decir, más que la extensión de toda España sumida bajo una espesa capa irrespirable.
En estos episodios, la visibilidad en Beijing y algunas regiones vecinas se reduce a menos de un kilómetro. La densidad de PM2.5, partículas menores de 2,5 micrómetros utilizadas como referencia para medir la calidad del aire, supera los 500 microgramos por metro cúbico en algunas zonas. La máxima densidad, de acuerdo a la Organización Mundial de la Salud, es de 25 microgramos por metro cúbico.
Aun sin caer en un exceso de optimismo, la evolución de la actitud de las autoridades revela una toma de conciencia respecto a los riesgos derivados del deterioro ambiental. En París hemos visto como la posición de China fue claramente más conciliadora y positiva que en el precedente encuentro de Copenhague. El acuerdo suscrito con EEUU en noviembre de 2014 abrió el camino del relativo éxito en la capital gala, obviando la confrontación de entonces entre países desarrollados y en vías de desarrollo. La visita de Hollande a China en noviembre facilitó la aceptación de las revisiones externas cada cinco años, otro obstáculo que en 2009 no se pudo salvar. A mayores, Francia y China parecen haber establecido sinergias en materia de cooperación nuclear, entre AREVA y los gigantes chinos Huaneng y Datang y la CNNC. Este último podría entrar en el capital del grupo francés.
El discurso ambiental de las autoridades chinas muestra una nueva sensibilidad. Los episodios de contaminación masiva del aire en las grandes ciudades adquieren una dimensión fantasmagórica y catastrófica que afea al PCCh. De poco le sirve sucumbir a la tentación de la censura como ocurrió en el caso del video de Chai Jing, ex periodista de la CCTV, cuando la nube tóxica es imposible de censurar. El ministro del ramo, Chen Jining, hizo bien en autorizar entonces su difusión, aunque durara poco.
Polución y corrupción son los dos problemas que generan mayor preocupación en la sociedad china. Pero la primera es harto visible y el discurso de la protección ambiental exige resultados nada fáciles de acreditar a corto plazo. El peso de la industria del carbón en la economía china y la influencia política de los lobbies asociados es evidente. Las dificultades del gobierno para hacer cumplir sus promesas de reducción de emisiones, una realidad. En este año 2015, hasta 155 proyectos de centrales de carbón fueron aprobados, indicando que la reconversión a este nivel requiere tiempo.
Para atender sus compromisos internacionales, China debe reducir la proporción de carbón en su factura energética desde el 67,5 por ciento actual a menos del 40 por ciento a más tardar en 2030. El plan chino contempla pasar la parte de energías no fósiles del 9,6 por ciento al 20 por ciento en los próximos tres lustros, si bien se antoja harto difícil cuando el peso de la eólica, solar o la bioenergía apenas representan hoy el 1,5 por ciento de las fuentes de energía y el 8 por ciento corresponde a la hidroeléctrica. Petróleo, gas y carbón sumaban el 89 por ciento del consumo energético en 2014.
El laberinto ambiental en China es una prioridad. Sortear el fracaso requiere altas dosis de voluntarismo político en un contexto igualmente condicionado por la necesidad de alcanzar un crecimiento de mayor calidad, tal como requieren las reformas en curso en el país. Y, complementariamente, mucho compromiso cívico.