El gobierno chino acaba de presentar su más reciente informe sobre la situación ambiental del país. Merece la pena destacar tres datos. Primero, que la sensibilidad de las autoridades respecto a este tema es cada vez más apreciable. Segundo, que la evolución del problema es desigual. Tercero, los retos por delante son inmensos y nada fáciles de abordar a corto plazo.
En efecto, las autoridades centrales parecen haber interiorizado ya la trascendencia de lo ambiental y su importancia para cambiar el modelo de desarrollo, objetivo central de la estrategia de crecimiento para la presente década. No obstante, la coordinación con otras administraciones y una mayor conciencia en las empresas son desafíos inocultables, al igual que la mejora de las capacidades burocráticas para incidir en la preservación de los equilibrios ecológicos. La significación de los responsables ambientales, especialmente en el poder central, se ha multiplicado en la última década, ejerciendo una influencia cada vez mayor en la orientación de las políticas públicas, especialmente en el orden energético. Se escuchan más. Y no es para menos. El desprecio a lo ambiental se ha convertido en un factor añadido a las tensiones sociales y políticas que antes se circunscribían a problemas de otra índole. Los graves disturbios vividos el pasado mes de junio en la región autónoma de Mongolia Interior tienen una raíz ambiental. Hoy, la estabilidad política también depende de ella.
China se ha convertido ya en el primer productor mundial de energías limpias. Es igualmente el mayor consumidor de energía del mundo, según un reciente informe de la petrolera BP. Hay mejoras apreciables en la calidad del aire y del agua, especialmente en las ciudades más importantes, dice el informe oficial, pero reconoce que la mejora del ambiente depende de la reducción de la parte de combustibles fósiles utilizados para la producción de energía: el 77% de la electricidad china depende del carbón. He ahí el principal responsable de la lluvia ácida y las emisiones de gases de efecto invernadero. Las fuentes alternativas se orientan a la energía hidráulica y nuclear y, en menor medida, la eólica y solar. En los últimos cinco años, mientras la economía creció a un ritmo promedio del 11,2 por ciento, el consumo de energía lo hizo al 6,6 por ciento. Eso dicen los datos oficiales. El plan quinquenal en curso plantea objetivos muy ambiciosos en esta materia: reducir el consumo por unidad de PIB en un 16 por ciento y las emisiones de CO2 en un 17 por ciento. Es lo prometido en Copenhague, en una cumbre a la baja.
En cuanto a los desafíos, el gobierno chino no disimula la preocupación. En las últimas semanas, las autoridades reconocían los graves efectos del cambio climático en el centro del país que ha venido padeciendo desde hace meses una gravísima sequía. Según recoge el citado estudio de la petrolera BP, las emisiones chinas de CO2 representan el 25 por ciento del total mundial. Beijing reconoce también la urgencia de declarar la guerra a la contaminación de metales pesados, inaplazable tras la secuencia de envenenamientos con plomo registrados en seis provincias chinas, causando una enorme alarma social. A la preservación de la calidad del agua potable se suma la reestructuración o cierre de numerosas fábricas o centros de producción, incluyendo las numerosas minas ilegales, con procedimientos industriales que dañan gravemente el medio ambiente. La estrategia económica diseñada para el presente lustro cifra objetivos concretos en materia de cuotas y ratios de emisión que deberían contribuir a controlar mejor el proceso de reestructuración que exigirá la creación de una industria más respetuosa con el medio. Pero no resultará fácil si no se cuenta con las palancas adecuadas.
Una de las mayores preocupaciones se refiere a la protección de la biodiversidad, especialmente en el medio rural, muy deteriorado tras la decisión de trasladar las industrias fuera de las ciudades. Las zonas protegidas se han ido quedando en un mero gráfico en un papel, ninguneado por la escandalosa connivencia de autoridades locales y empresas para satisfacer las ansias de un desarrollo tan elevado como incontrolado.
En un país como China, de tanta tradición burocrática, resulta esencial para que el discurso sea efectivo, que los departamentos ambientales cuenten con más capacidad para el desarrollo de sus iniciativas y más poder para asegurar su respeto y aplicación a todos los niveles, habilitando instrumentos de control independientes que eviten su sumisión a los intereses político-partidarios de turno. También en este orden, el combate a la corrupción es una cuestión de higiene ambiental.
Solo de esta forma, a los avances en la conciencia social y oficial en torno a la exigencia de una mayor sensibilidad y compromiso ambiental, podrá sumarse la dotación orgánica de instrumentos capaces de revertir tanta devastación y poner coto a los abusos. Son esos, otros malos humos que contaminan la política china. A fin de cuentas, no debiera tratarse de un abordaje ideológico o voluntarista sino de un proceso sistemático basado en una nueva forma de pensar y actuar, orientado a proteger la vida de sus ciudadanos. Por su propia –y nuestra- supervivencia.