En la calzada de las autopistas urbanas que circundan algunos distritos de Beijing aun se pueden apreciar las huellas del símbolo olímpico que en 2008 daba cumplida cuenta de la prioridad del evento en una capital que se había volcado en asegurar el éxito de la convocatoria. Aquel año, miles de periodistas extranjeros llegaron a Beijing y todas las miradas parecían apuntar a China, queriendo confirmar la inminencia de su regreso a la primera línea de la historia. Dicha tendencia se confirmó en los años siguientes, pero el año olímpico y la subsiguiente esperanza de encarar asuntos dejados de lado tanto tiempo fue solo un espejismo.
Con los juegos, las autoridades chinas pretendían mostrar al mundo el éxito de su proceso de modernización y su voluntad de irreversible apertura tras siglos de autoaislamiento. Nunca se darán por suficientemente agradecidos a Juan Antonio Samaranch ante su cerrada defensa del derecho de China a organizar los juegos. El Gobierno chino encomendó a Guo Jinlong, quien fuera alcalde de Beijing durante los Juegos Olímpicos de 2008, la presidencia del comité organizador de los Juegos de Invierno de 2022. Beijing se convertirá en la primera ciudad en albergar unos Juegos de Verano (2008) y de Invierno (2022).
El costo de las Olimpiadas excedió los cálculos iniciales, cifrados en 1.600 millones de dólares, elevándolos a los 2 mil millones, aún así por debajo de los 2.400 millones de los inmediatamente precedentes Juegos de Atenas 2004. El evento sirvió de excusa para estimular las inversiones en infraestructura, como el puente más largo del mundo, el tren más rápido del mundo o las impresionantes sedes deportivas, como el Estadio Olímpico o Nido de Pájaro.
Una China que no estaba para festejos
La antorcha olímpica china recibió el nombre de Xián yún, que significa “nubes de buenos augurios”. Pero no fueron especialmente amables los recibimientos que le dispensaron en su recorrido previo en varias capitales del mundo desarrollado. La sucesión de nubarrones amenazaron con deslucir seriamente el evento deportivo, desautorizando el empeño oficial por presentar al mundo una nación moderna y responsable.
China llegó realmente extenuada a estas olimpiadas, en el albur de la grave crisis económica y financiera global que ya asomaba en el horizonte, con un cambio anunciado en el modelo de crecimiento y fuertes tensiones internas de todo tipo.
El propio 2008 no fue un año fácil para el gigante asiático. En lo económico, aunque el crecimiento seguía elevado, la inflación al alza se había convertido en el problema número uno. En mayo, el terremoto registrado en Sichuan provocó importantes daños, además de cerca de 100.000 muertos y desaparecidos, más de 350.000 heridos, 12 millones de desplazados, varias ciudades totalmente destruidas y unos 20.000 millones de euros en pérdidas, según estimaciones oficiales.
Al mes siguiente, en la provincia de Guizhou, un alzamiento popular incendiaba la sede del gobierno local, de la policía y del comité local del PCCh ante la sospecha de connivencia de las autoridades y la policía en el encubrimiento de un asesinato.
En marzo, la eclosión de graves disturbios en Tíbet y la reacción occidental alimentaron la preocupación de las autoridades ante la multiplicidad de frentes abiertos, internos y externos, dejando en el aire cierta sanción de haber caído en una especie de trampa.
Los debates en el exterior en torno al boicot a los juegos, animados por quienes intentaban aprovechar la atención olímpica para saldar deudas con el régimen, no prosperaron pero si contribuyeron a reforzar internamente un nacionalismo hostil cada vez menos disimulado. El enrocamiento en una defensa numantina a la espera de tiempos mejores fue la respuesta a unas presiones externas que fueron creciendo a medida que la cita olímpica se iba acercando.
Fugaz coqueteo con los medios extranjeros
China necesitaba periodistas internacionales dispuestos a narrar al mundo su ascenso a la cima, transmitiendo el júbilo y energía positiva que supuestamente destilaban los juegos. Aligeró para ello las pesadas normas que siempre dificultan la labor de los medios y ablandó el control de la Red, desatando pequeñas euforias. Esa actitud más abierta, sin embargo, duró bien poco. Los temas de Tíbet, Falun Gong o la situación general de los derechos humanos auguraban una confrontación que se antojaba inevitable. Y las sonrisas que propiciaban los juegos pronto fueron suplantadas por las expresiones de disconformidad derivadas de la reiteración de manifestaciones de protesta.
La atmosfera ligeramente permisiva se cerró abruptamente tras los Juegos Olímpicos y nunca más se recuperó. Si las autoridades jamás pusieron las cosas fáciles a los periodistas, el proceso de atracción de la prensa extranjera derivó en estorbo más pronto que tarde, dando al traste con un experimento abordado con inevitable timoratismo.
Después de Beijing 2008 llegó la Carta 08, que reclamaba el cumplimiento de la constitución, y cuya autoría fue atribuida a Liu Xiaobo. Su represión sin paliativos personificó el fin del sueño olímpico.
Una inflexión que no fue
La asociación del movimiento olímpico con valores como la paz, la comprensión, la cooperación, etc., hizo albergar a algunos la esperanza de que los juegos representaran un punto de inflexión, imaginando un escenario similar al de Seúl 1988 que evocaba la posibilidad de la democratización. Pero en China, el país que dio pábulo a la diplomacia del ping-pong como paso previo a la normalización de las relaciones con EEUU, el gran “tigre de papel”, las autoridades miraron hacia otro lado cuando se les reclamó algo más que gestos en una apertura política que nunca se materializó.
El simbolismo de los Juegos revalidó la apertura de China al mundo y propició su presentación en sociedad a nivel global, pero no sirvieron de detonante de ningún cambio sustancial; por el contrario, el éxito de la iniciativa y el asombro generado por la majestuosidad y excelencia organizativa vino a legitimar un poco más a sus promotores. Si no era imaginable que Beijing hiciera concesiones bajo la presión exterior, el endurecimiento en la secuencia post-olímpica fue un hecho innegable.
Una vez más, el Partido Comunista apeló al patriotismo para disimular sus vulnerabilidades y justificar su escamoteo de un mayor reformismo en áreas sensibles, contraponiendo a la demanda de flexibilización de ciertas libertades una represión ejercida con implacabilidad.
Las olimpiadas ciertamente escenificaron el regreso de China al reducido grupo de países grandes y poderosos pero también dieron cuenta expresa de que su apertura no ambicionaba plasmar más derechos y mejor respetados. Por el contrario, la alejaba de una suficiencia democrática aceptable que pudiera contradecir ese camino chino pavimentado de singularidades autocráticas por el cual sigue transitando.