Como argumento para justificar su irritación con China, desde EEUU se ha reiterado, entre otros, su enorme decepción con el nulo interés oriental en hacer evolucionar su modelo hacia una homologación con el liberal occidental. Lo cierto es que, desde hace tiempo, Beijing ha insistido hasta la saciedad en su rechazo a imitar o copiar modelos ajenos, incluso en su día el soviético, para explorar un marco propio de desarrollo que pudiera dar respuesta a su problemática específica. Cabe reconocer también que esta actitud, China la ha combinado con el diálogo, atención y seguimiento de experiencias ajenas en las que siempre buscó aquellos aspectos que pudieran ser de utilidad para alcanzar sus grandes objetivos. Puede decirse que tan dúctil ha sido en esto en los últimos 30 años como nosotros dogmáticos en los últimos 30 en la defensa de la invencibilidad del modelo liberal.
Uno de los focos de crítica que más atención merece es la obsesión por mantener un sector público fuerte, sólidamente anclado en los principales ámbitos estratégicos, renunciando a programas de privatización masiva incluso en los momentos de mayor complejidad y reestructuración como en los años 90, cuando muchos países del Este europeo se abonaron a las terapias de shock. Y se ha criticado también hasta la saciedad el estado de ese sector público: anquilosado, deficitario, obsoleto, clientelar, etc. Sin duda sus defectos deben ser muchos. En esas circunstancias, lo más ventajoso, en términos de competencia, para las economías desarrolladas de Occidente hubiera sido sería no preocuparse tanto e incluso instar su ampliación y no su reducción. De ser ciertas las críticas, pesando más los defectos que las virtudes, acabarían por hundir la economía china. Y habríamos “ganado”. Cuando exigimos con tanto énfasis su desmantelamiento, paradójicamente, parecemos reconocer por el contrario que en él reside una de las fortalezas de su modelo económico. La verdad es que eso es lo que ha demostrado la economía china: disponer de un sector público fuerte, jugar con las diversas formas de propiedad, equilibrar la planificación y el mercado, etc., le han permitido incluso lo que parecía imposible hace pocos años: estar a la vanguardia en la innovación tecnológica al punto de destronar a EEUU. Por tanto, si con él ha tenido éxito, es difícil convencer a China para que cambie de modelo, al menos abruptamente. Y de buenas a primeras, no tiene mucha justificación.
También reivindicamos para Europa un modelo propio que desarrolle nuestro Estado de bienestar. El balance de la erosión que ha sufrido en las últimas décadas no es positivo, al menos para la inmensa mayoría de la población. La homologación en tantos aspectos con el modelo estadounidense, por ejemplo, ha contribuido a desgarrar la identidad europea. No nos ha ido bien. Se podría decir que el ultraliberalismo es uno de los mayores enemigos del proyecto europeo, al menos en su aval social. Por tanto, lo que cabría plantear es una hoja de ruta para reforzar la singularidad continental, incluida la reivindicación de esa “autonomía estratégica”, también en lo económico, que supone contar con una voz propia en el concierto global. Debiéramos prepararnos para eso. Y nos ayudaría posiblemente mucho para contener los extremismos de diverso signo que ahora amenazan la estabilidad continental.
Que Europa o China dispongan de sus propios modelos de desarrollo, con singularidades específicas, no tiene por qué implicar que uno se tenga que imponer al otro. Pueden coexistir, naturalmente con diferencias y conflictos que deben sustanciarse a través de la negociación. Lo que no cabe es la imposición. Se argumenta que China quiere imponer su modelo, pero dicha afirmación carece de fundamento. Incluso cuando se da la paradoja de que sus empresas públicas adquieren las nuestras privatizadas. Obedece a la lógica del mercado y no a otras premisas. Es verdad que el ejemplo chino podría servir como modelo exitoso para otros países en vías de desarrollo que se enfrentan a los mismos problemas que China debió encarar décadas atrás. Pero ello debe resultar de una decisión soberana. Por el contrario, quien sí ha querido y quiere imponerlo es Occidente con sus planes de ajuste, por ejemplo, a economías en dificultades o por la vía de las sanciones. El modelo chino no es extrapolable. Como en otros modelos, puede haber en él cuestiones de interés para terceros pero en su conjunto es producto de una evolución genuina y como tal debe observarse.
La longevidad de los modelos que se pretenden únicos es efímera. Debiéramos considerar el derecho de cada país a definir su propio modelo de desarrollo como expresión de esa multipolaridad que debe suceder a la unipolaridad actual. El futuro está en la diversidad, también en cuanto a los modelos de desarrollo, siempre en evolución constante y sin miedo a las hibridaciones.