China tiene una importante deuda social contraída con aquellos sectores que han contribuido de forma notable a la mejora general de sus índices económicos y que sin embargo no se han visto favorecidos de forma proporcional a la hora del reparto de los beneficios del desarrollo. La radiografía de esa evidencia se refleja fielmente en el hecho de que la segunda potencia económica del mundo ocupa la posición 93 en el índice de desarrollo humano elaborado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo.
El colectivo que mejor simboliza esta compleja transición entre la abundancia y la precariedad es la población inmigrante, esos cientos de millones de personas que abandonando su familia y su lugar de origen propiciaron la transformación exponencial de las ciudades chinas y una espiral de desarrollo sin parangón en la historia de la humanidad.
Siguiendo la consigna gubernamental de la búsqueda de una mayor eficiencia económica y la propia de una mejora en sus vidas, la población inmigrante, con mermas significativas en sus derechos básicos, ha soportado en los últimos 35 años un pesado fardo de sacrificio y esfuerzo que ha consumido a varias generaciones. El milagro económico chino no se puede entender prescindiendo de este fenómeno como tampoco del aluvión paralelo de inmensas fortunas entre los acaudalados que hoy se codean en la lista Forbes de los grandes magnates globales.
Y es que hay índices de primer nivel que preocupan preferentemente a algunos responsables económicos (crecimiento, IPC, innovación, inversión extranjera, comercio exterior…) y otros de segunda escala que preocupan más a la gente corriente (nivel de acceso a los servicios públicos, calidad de vida, pensiones, aumento de salarios, etc.). Se diría que la China internacionalizada es parte también de esa esquizofrenia global que tiende a sacrificar la justicia social en aras de un crecimiento que tiende a beneficiar a las capas más privilegiadas de la sociedad. El distanciamiento que genera expresa un nivel de desigualdad e injusticia (medido en gran medida a través del índice Gini) que puede llegar a ser explosiva, tal como han advertido diferentes informes de la Academia de Ciencias Sociales.
Según estadísticas oficiales, en 2012 China contaba con 262 millones de inmigrantes (equivalente prácticamente a la suma de las poblaciones de Rusia y Japón), es decir, casi un 20 por ciento de la población que vive y trabaja en condiciones precarias, en medio de grandes dificultades y al margen de la bonanza que impregna la vida de otros conciudadanos en las ciudades, aquellos que disponen del correspondiente registro de residencia. La cifra suponía un aumento del 3,9% en relación a 2011, y su marginalización supone un serio desafío social.
En la última década, la reivindicación de la armonía social puso el dedo en la llaga de un serio problema cuya solución no admitía demora. El camino de recuperación de cierto equilibrio se ha iniciado, pero discurre con más lentitud de lo deseado y va contra reloj. Pero con independencia de las alternativas reparadoras, nos deja una lección: esa forma de hacer las cosas también ha periclitado.
Una urbanización social
La transformación del modelo de desarrollo chino actualmente en curso tiene uno de sus fundamentos básicos en el proceso de urbanización. Son innumerables los informes y análisis que indican que será la urbanización la fuerza motriz del desarrollo equilibrado y sostenible de la China de los próximos años. Pero no podrá abordarse de igual forma que en las pasadas décadas y deberá incorporar como variable específica, además de muchas otras, la solución de la cuestión social. Una urbanización que minusvalore este problema o lo sacrifique a la espera de tiempos mejores supondría un gran fracaso.
Dicho proceso tiene tres dimensiones principales. De una parte, el reconocimiento paulatino y progresivo de derechos equitativos a quienes hoy sobreviven en la marginalidad a pesar de contribuir con su trabajo al desarrollo del mundo urbano. De otra, la mejora de las condiciones en el medio rural, dotándolo de servicios e infraestructuras que reduzcan las distancias con el medio urbano en términos de acceso a servicios públicos y nivel de bienestar. Tercero, la integración urbano-rural para reducir las distorsiones y hacer emerger una única ciudadanía compartida frente a la dualidad actual. Nada de esto es fácil y exigirá tiempo y recursos, pero el nuevo modelo urbanizador debe comprometerse en tal sentido.
Y es que la clave de todo el proceso, pieza indispensable de la nueva ola urbanizadora, es la igualación de derechos de todos los ciudadanos chinos, con independencia de su lugar de origen, de forma que todos puedan tener acceso a la educación, la salud, la seguridad social, y por lo tanto beneficiarse de los éxitos de la reforma. Esta universalización de derechos resulta indispensable para que pueda creerse en la plasmación de una sociedad de consumo que, por otra parte, debe arbitrarse observando pautas modernas. El mundo rural, casi la mitad aun de la población, equivale apenas a la tercera parte del volumen de consumo del país.
Sin la garantía de esa transformación simultánea, instar a 400 millones de personas a abandonar las áreas agrícolas para trasladarse a las zonas urbanas donde les esperan diferentes dosis de marginalidad, como ha ocurrido hasta ahora, puede derivar en una gran inestabilidad. La deuda social en estos años de acumulación de tantas otras capacidades del país tiene ahora una excelente oportunidad para saldarse. Hacerlo no solo es justo sino necesario.
La singularidad de tan gigantesco proyecto exigirá renovadas dosis de intervención pública. Si a pesar de sus carencias, el proceso urbanizador chino de las últimas décadas no presenta otros déficits más graves que pueden advertirse en otras zonas del planeta a menor escala es porque el orientador de dicha transformación ha sido el poder público. En este segundo impulso, su dirección es la mejor garantía, sin perjuicio de que la iniciativa privada pueda desempeñar un papel más o menos relevante. Si pretendemos satisfacer intereses generales, entregar el alma al mercado tantas veces glorificado es casi tanto como confiársela al diablo.